mayo 15, 2009

MANUELITA SÁENZ Y ANTONIO DE LA GUERRA MONTERO

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He visto en este mismo diario un rubro de inquietudes alrededor de la vida y de la obra de una mujer singular que ocupa categoría de honor en los anales de la América bolivariana. Y ello me ha reconfortado enormemente, pues mi admirada y simpar doña Manuela Sáenz, sin pretenderlo, en la lejanía de más de un siglo de su desaparición física, me llevó a Paita en agosto de 1971, gracias a la diferencia de don Luis Miró Quesada de la Guerra y de su infinita hija, doña Viruca, entre ambos hoy ausentes de este mundo y dueños del prestigioso diario El Comercio de la capital peruana.
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A Paita sí, tratando de encontrar vestigios de la huella de un ilustre prócer venezolano, el general de división Antonio de la Guerra Montero, natural de los Puertos de Altagracia, sobre el Lago de Maracaibo, pues por 1855 y 1856 este destacado militar venezolano, exiliado y perseguido por el ambiente de asonadas y dicterios que palpitaba en el Ecuador, vivió allí, justamente como huésped de doña Manuela y fue él quien tuvo el doloroso encargo de hacer desaparecer todas las pertenencias de la heroína. El suceso lo narro en una biografía sobre él, publicada un año antes en Bogotá y en razón de la cual había tenido efecto la invitación que me condujo por el norte peruano.
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El general De la Guerra en su exilio entre Tumbes y Piura logró asentarse en el difícil, árido y fatigoso puerto de Paita frente a un océano Pacífico imponente, pero su satisfacción era haber encontrado habitación en la residencia de doña Manuela Sáenz, la ilustre quiteña a la cual él había conocido en su época de esplendor en Lima y que ahora en su reposada decadencia constituía "en la vida paiteña un natural motivo de atracción tanto por sus grandes dotes personales, cuando por los múltiples recuerdos históricos que la ligaban al Libertador". Con ella compartió largos días de soledad y evocación. A su lado tuvo la oportunidad de conocer a visitantes tan ilustres como el independentista italiano Giuseppe Garibaldi; al famoso doctor Manuel Ascásubi, Presidente del Ecuador, al filósofo y político de rubicunda pluma, doctor Gabriel García Moreno, también Presidente en tal país; al escritor colombiano, doctor Carlos Holguin quien más tarde sería Primer Magistrado de la Nueva Granada; a don Riardo Palma, el magistral autor de los varios volúmenes de Tradiciones peruanas. Además tuvo el privilegio de leer las cartas que el trotamundos inmarcesible que fue Simón Rodrígues le escribiera desde San José de Amotape a la Libertadora del Libertador.
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Pero aun más, Antonio De la Guerra Montero también leyó las misivas de amor y ensueños que ella guardaba como el más grande tesoro de su existencia y que en diferentes épocas le había escrito aquel mancebo impenitente que se llamó Simón Bolívar. De eso conocían muy poco los habitantes de la región. Los paiteños sabían de la gentileza de la dama, de su generosidad sin menoscabo hacia las criaturas indias o las criaturas negras pues el pan de su hogar era bocado para cualquier hambre y su corazón sentía la plegaria por la redención de los miserables. En el puerto y sus alrededores todos la conocían y el marinero que quiso luz e inteligencia de las cosas del mundo allí las encontró en la voz de esa mujer de acero sembrada en ese pedazo de tierra "al ancla del yermo del desierto peruano que antes era una bahía en forma de media luna" sin agua, sin árboles, desolada.
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Mas un día al comenzar agosto de 1856 de uno de los barcos que hacían obligada escala allí, bajaron a un marinero consumido por la fiebre, el cual moriría ahogándose en sus flemas, pidiendo a gritos un poco de aire y sin saberlo, trayendo una gran tragedia a la costa: la difteria, que no tardó en penetrar a la residencia de la inclaudicable doña Manuela Sáenz. Una mañana murió su criada favorita y el general De la Guerra en nombre de la ama de casa ordenó que se cumpliera con las disposiciones sanitarias de emergencia desde la incineración de todas las pertenencias hasta conducir el cadáver a la fosa común. Al siguiente día murió Dominga, otra criada, y después Juana Rosa la Negra, increíblemente legal que envejeció a su lado y que la acompañó en su recorrido de penas por el Caribe y por el Pacífico.
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El 23 de noviembre la que otrora fuera la "amante inmortal después de resistir tenazmente moría también. El 5 de diciembre el general De la Guerra le escribía a su esposa dándole la mala nueva. El adolorado militar intentó cuando llegaron los comisionados de la ley impedir que al cadáver de doña Manuel le diera el mismo trato que al de los demás. Pero la muerte no conoce favoritos, se la llevaron escaleras abajo y la colocaron en aquel carruaje fúnebre del que todos huían aterrados. El general De la Guerra rumiando su dolor se acercó hasta la iglesia y al regresar del improvisado cementerio de la fosa común llegó hasta el frente de lo que había sido hasta pocas horas antes su hospedaje y quedó estupefacto al comprobar que los funcionarios del cuerpo de sanidad habían sido terminantes en el cumplimiento de sus obligaciones. Apenas quedaban los escombros de la antigua casona y para él fue tan importante la contemplación del paisaje que quedó anonadado al comprobar que de nada había valido lo que él personalmente tuvo que hacer, es decir, prenderle fuego en el solar al vestuario, las prendas, y lo más triste aun, el archivo de cartas y documentos, de aquella mujer insustituible. Encima de lo que habría de quedar hecho cenizas le correspondió colocar, casi con el deseo de no hacerlo, "el cofre revestido de cuero castaño que contenía las cientos de cartas del amante" para expresarlo con las palabras del historiador alemán Víctor W. Von Hagen.
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Las llamas hicieron su labor destructiva. A la inexistencia pasaron en instantes los testimonios documentales de cuarenta años de historia pasional y política, amalgamada en un crisol de luces, con regueros de gloria y coletazos de odios. "Cuando el general apartó melancólicamente con el pie las cenizas de un amor que había agitado antaño a toda América del Sur", encontró una sola carta renegrida cuyo mensaje podría ser leído "El hielo de mis años se reanima con tus bondades y gracias. Tu amor de una vida que está experando. Yo no puedo estar sin ti. Ven, ven, ven luego". El no tenía porque preguntar de qué puño venían esas letras, ni en qué hito del combate habían sido escritas. Rememoró su misión a Cartagena en 1830 y su correspondencia el Creador de Colombia, pero con la poca suerte que cuando pasó por el puerto caribeño ya el "hombre de las dificultades" había expirado en Santa Marta.
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Ese es pues un somero análisis de la última misión en la tierra de doña Manuela Sáenz, la mujer que no sólo derrotó los miedos a las balas en la guerra sino que los derrotó también frente al atentado bogotano del 25 de septiembre de 1828, y aun más frente a la sociedad quinteña primero; a la sociedad de Lima más tarde y a la sociedad de Santafé de Bogotá. Rompió los cánones contemplativos de una compostura que no cabía en ella y los echó a galopar con la misma euforia con que montaba un brioso alazán o se jactaba de haber sido combatiente de primera línea al lado de los más bravos soldados de la libertad en las más duras batallas. Ella que ejercía un poder soterrado de conductora de multitudes silenciosas desde el corazón de la tropa, dejada de ser intrépida y guerrera, para ser la dulce gacela del gran enamorado. Quizás por ello desde 1822 había seducido a ese hombre que era el Genio, el Paladín, el Semi Dios de América.
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El biógrafo por excelencia de Doña Manuela Sáenz, el ilustre historiador ecuatoriano-venezolano doctor Alfonzo Rumazo González expresa en este sentido que: "No fue indudablemente la emoción corporal lo que juntó a estos dos seres excepcionales, sino la potencia espiritual de entrambos. Los mismos anhelos de gloria, las mismas ambiciones desmesuradas de libertad, una misma fe en la obra, un mismo sentido de sacrificio integral, una misma desconfianza de todo a pesar de la urgencia de contar con todos y la misma triste experiencia sentimental".
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A este respecto es también objetiva y precisa la opinión del biógrafo alemán Emil Ludwing quien apunta que "Cuán poco frecuente es este tipo de mujer... demasiado fuerte y orgullosa, absolutamente desprendida de cuanto significaba matrimonio, marido, seguridad: temperamento de Amazonas en el cual se aúnan el abandono femenino y el orgullo viril, el ingenio y la ironía con la perdurabilidad de los sentimientos".
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Pero a esta mujer insigne que se jugó el todo por el todo de la dignidad y de la paz espiritual, que aun muerto su amante inmarcesible siguió pregonando su amor a él, difundiendo sus ideas y peleando por sus honores, a esta mujer le cobrarían a precio incalculable esa adhesión sin límites y es por ello que Paita, fue testigo de sus últimos años en que no cejó en ser ella misma, en sentirse siempre la amante de Bolívar, a tal punto que hasta el puerto, metido entre farallones y acantilados, llegaron ilustres hombres de Estado. sabios historiadores y políticos solamente por estrechar su mano y sentir el calor de la libertad bolivariana que vibró en ella, con substancialmente hasta ese 23 de noviembre de 1856 en que difteria le cortó el aliento con que avivó siempre la lámpara votiva de su amor al más grande de los grandes de Colombia, al caraqueño que muró el universo desde la luz del Chimborazo.
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Rafael Ramón Castellanos
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El Globo, Análisis , pág. 21, caracas, 13 de diciembre de 1997
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