mayo 09, 2009

JOSÉ RATTO CIARLO

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Amigo y compañero del ilustre maestro de la cultura americana, don Luis Alberto Sánchez, pensador insigne, ensayista de primer orden y luchador social en las etapas dramáticas en que se combatió a las dictaduras en el Perú y fuera de él, José Ratto Ciarlo debe dejar su Lima natal a los veintiséis años de edad. Es el año de 1930. Se había jugado el todo por el todo siguiendo la huella revolucionaria del abuelo itálico, Stefano Ciarlo, que fue tipógrafo, periodista, poeta y combatiente por el decoro y la libertad.
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Para ese año de su viaje patria afuera, se derrumba la dictadura del dinámico Augusto Bernardino Leguía contra la cual José Ratto Ciarlo había enfilado sus posiciones de hombre de letras y de fablistán aguerrido, pero el nuevo orden que conforma el panorama peruano no le pareció lógico. Había algo muy íntimo, remoto quizás, que lo impelía hacia un largo periplo que lo habrá de situar a los pocos meses en Venezuela, a donde llega acompañado de sus padres, con cautela, ojo avizor y sensibilidad de hombre revolucionario.
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Aquí encontró la otra patria que el destino le tenía reservada, casi como tierra nutricia y en la cual sembraría lecciones imperecederas, arrebatado quizás por aquel pensamiento del maestro español Ramón Gómez de la Serna preconizante de que "hacia el porvenir no se camina sino rebasando con atropello el horizonte visible". Venía ya inmerso en la pasión académica del periodismo cultural, en donde fijaría metas de una innovación de gran adelanto en los medios de comunicación venezolanos, dentro de los cuales le correspondió actuar. Sólida cultura universal lo acompañaba ya y la filosofía del entendimiento para la dignidad lo acicateaba en el camino de la ecuanimidad y de las más cimera compresión. Además tendría oportunidad en esos primeros años venezolanos de hacer una pasantía larga en Italia donde se da el lujo de estudiar semántica, ética, teología, letras e idiomas.
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En 1935 asoma a la historia del periodismo nacional como director de la revista Espesor, en Maracaibo, órgano de cultura y bellas artes que circuló en el mes de noviembre y en la que el otro timonel era Héctor Araujo Ortega. Ya es ciudadano de Venezuela porque José Ratto Ciarlo traspasó nuestras fronteras al lado por un gran Dios oculto que le enseñaba la niña prometida, la tierra del amor y del ensueño a la que se ligó de corazón y mente y en la que ejercitó su denuedo y su sabiduría hasta el pasado 7 de septiembre cuando lo llevamos a la última morada en esta cosmopolita ciudad de Caracas. Han transcurrido 68 años desde aquella hora en que pisó suelo venezolano y lo contempló con tanto júbilo -como él lo repetía a menudo- que ahora, en el cementerio de flores y poesía donde lo enterramos, sentimos la ansiedad -y así lo hicimos- de echar un puñadito de esta tierra tan suya sobre el ataúd contentivo de su cuerpo ya inerte, pero vivo siempre.
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La desaparición del general Juan Vicente Gómez en diciembre de 1935, quien se había entronizado en el poder desde 1908, acarrea un despertar político y revolucionario entre las masas. José Ratto Ciarlo, establecido ya en Caracas, en 1936 entra a conformar la plana mayor de El Demócrata, bisemanario que se inició el 31 de marzo y alcanzó a sostenerse entre abismales dificultades hasta el 20 de noviembre siguiente. Allí aparece simplemente como colaborador, pues los directivos son R.H. Ojeda Mazzerelli, Rafael Ballesteros y Fernando Márquez Cairós, miembros del Partido Republicano Progresista. escriba sobre temas candentes referidos al sindicalismo nacional. Pasa luego a ejercer como periodista de opinión en los diarios Crítica y el Tiempo, respectivamente, para ingresar a El Nacional en 1943, habiendo sostenido la página de arte, diariamente, durante dos décadas, hasta que la ingratitud y la envidia lo alejaron de ese órgano de prensa donde descolló irreductiblemente junto a Antonio Arráiz, Miguel Otero Silva, José Moradell y Guillermo Tell Trocónis entre una pléyade de notables periodistas.
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Pudo haberte afectado en su rectoría ejemplar de hombre del periodismo y de las letras esta bofetada a su lealtad para los directivos de un periódico que él llegó a querer como suyo, pero no. El silencio a este respecto fue su compañero hasta l ahora final. En el tabloide Ultimas Noticias se el abrieron las puertas y allí fundó el Suplemento Cultural que ininterrumpidamente data desde 1961 y en donde su semilla de humanista, pedagogo y hombre de densa formación moral ha fructificado, recordándosele con constancia y señalándosele como un guía, un sabio y un franciscanísimo señor de la esperanza y de la espera para servir en copa de sabiduría la ración de gloria de un periodismo de docencia y con decencia.
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A la par de sus actividades intrínsecas el pensador no descansó nunca. Uno de sus libros es una constante en el mundo de lo vernáculo: La venus india, contribución al estudio del matriarcado entre los proto venezolanos (1944). en 1941 publica en México el ensayo Cesar, contribución al estudio de una dictadura, que es la "historia de un dictador antiguo visto con ojos de sociólogo moderno" o acaso el análisis filosófico de los orígenes de una tesis política que une lucha social y teología. Mas José Ratto Ciarlo confirmó su trayectoria heggeliana en La utopía del reino de Dios, obra polémica y de la cual se puede discrepar sin menoscabar sus fundamentos. Por cierto que Ramón J. Velásquez es prólogo de una de las obras del polémico autor dice que este es "un libro de accidentada elaboración. Allá, por 1933, lo inició recogiendo las primeras fichas a raíz de una tertulia. En Valera, en 1946 hizo su primera ordenación de materiales. En 1953 en la redacción. En 1955 lo reelaboró en la misma población trujillana y al poco tiempo lo dio a la imprenta". Entonces (1955) Ratto Ciarlo expresaba en el introíto: "Confesaremos ahora que el método seguido en este trabajo es ecléctico, porque hemos evitado caer en el dogmatismo de las diversas corrientes que nos sirvieron de guía, y hemos aprovechado de las modernas escuelas sociológicas sólo la parte que, a nuestro criterio, es verdadera". En estas páginas hace severa exposición de la unidad económica del mundo antiguo; la posición de las clases en el imperio; la universalidad de la cultura; la evolución sincrética de las religiones mediterráneas; del judeismo nacional al cristianismo universalista y el reino de Dios y la república ideal.
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Ya José Agustín Catalá, en 1950, en su siempre trascendente Editorial Avila Gráfica le publicaría De Caracas a Roma, una serie de imponentes reportajes que se inicia con el referentes al vuelo inaugural Aerovías Venezuela-Europa a Roma, viaje que realizó con otros compañeros de faena, desde el 18 de enero al 3 de febrero de 1950, con sus respectivos descansos, por supuesto, en tan febril actividad, pues formó parte del grupo de representantes de los medios de comunicación invitados por el coronel Jorge Marcano para este suceso de tanta monta en la historia de la aviación comercial venezolana y que, por cierto, ahora está muy de actualidad con la actualidad hostil que algunos medios oficiales y grupos de desadaptados en el campo económico, le presentan a la línea nacional Avensa en su lógica defensa de los fueros que le corresponden legítimamente sobre las rutas a Europa.
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Sería prolijo extenso reseñar la acción de José Ratto Ciarlo en las áreas campo de la antología, de la etnología, de la antropología, de la sociología y del periodismo en si, desarrollada durante 68 años de venezolanidad. Sólo con citar sus dos volúmenes Los inmortales sería suficiente para precisar a este escritor consagrado, pero es de una relevancia capital su Choquehuanca y la contrarrevolución, de la Colección Contorno bolivariano, fundada por el doctor José Luis Salcedo Bastardo, y que tuvimos la honra de que se le publicara en las Ediciones de la Presidencia de la República en aquella época dorada e inolvidable de la inmensa proyección de la cultura, las ciencias y las artes en general desde Miraflores, durante el gobierno del doctor Luis Herrera Campíns
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Rafael Ramón Castellanos
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El Globo, Análisis, pág. 22. Caracas, 18 de septiembre de 1997
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mayo 07, 2009

VIVENCIAS EN TRUJILLO

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Trujillo, 1951
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De izquierda a derecha Francisco Villegas, Roseliano Silva, Dr. Antonia Sánchez Pacheco, Felix Segovia, presbitero Albornoz Berti, Atilio Araujo, Gobernador del Estado Trujillo, Dr. Hugo Unda Briceño, Dr. Víctor Rocha Casorla y bachiller José Felipe Marquez.
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Casa Trujillo
Av. Los Naranjos, La Campiña, 27 de noviembre de 1956
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De izquierda a derecha Prof. Juan Antonio Ramón Valecillos, Rafael Ramón Castellanos, Jesús Castellanos (atrás), Dr. Julio Cesar María, Rodolfo Briceño Marquez, Dr. Víctor Rocha Casorla, Rómulo Fernández, Dr. Zapata, Dr. Juan de Jesús Pichardo, Prof. Felipe Zapata
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1946 Santa Ana
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De izquierda a derecha: Carmen Sánchez Cortés, Blanca Cooz de Flores, Francisco Villegas, E. Perdomo, Victor Núñez, José Miguel Cortés, Felix Segovia, atrás Angélica Segovia, Fernando Toro Sánchez, Rafael Perdomo, Dr. Humberto González Albano, Hilario Sequera, Vicente Valera Márquez, José León Montilla, Dr. Miguel Angel Tálamo, Guillermo Andrade, Cesar Albornoz Berti



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mayo 04, 2009

LA PRINCESA MONAY EN LA LEYENDA INDIGENA



Releo el texto de mi oración de afecto a este pueblo del llano piedemontés, y me digo, entre suspiros y añoranzas, que el misterio del nombre inmaculado que lleva esta tierra y este pueblo del Ejido, es como para soñar, despierto, en la hermosura de la lengua quechua y en la vigorosidad de sus vocablos.

Monay no sólo es amor, es arrebato de intrépida aventura siguiéndole los pasos a una belleza indígena, hija de algún prestante compañero del Inca. Cierta vez, y por siempre, ella se enredó en la fantasía y, arrastrada por el torbellino desapareció entre la creciente de un río.

Volvamos a la etimología hebrea de que Monay es fuerza, es ímpetu de las aguas que van hacia el Coquivacoa, preñadas con la luz de las candelas de Mongón, con la vigorosidad de un caudal importante que, además ampara la productividad inagotable en los valles que atraviesa.

No obstante Monay por sobre todo, es nombre de mujer, de princesa india que no llegó al cenáculo calculado por su padre porque, prefirió oír el pálpito de sus sentimientos y no la voz que desde el santuario del Tiahuanaco la llamada a sostenerse en el Collaric Machú (cabeza del linaje) dentro de las altas y nevadas cumbres del imperio del sol, bajo la inmensidad del cielo azul de la altiplanicie del Titicaca o de las monolíticas edificaciones del Cuzco.

Monay era su nombre y la suponemos de profundos ojos negros, impactantes, cuyas miradas conquistaron al hombre que la amó.

Mas, acerquémonos a la leyenda que es como aproximarnos a la historia y sigamos al escritor peruano Alfredo Macedo Arguedas, nativo de Ayaviri, quien nos lleva hasta Monay, un nombre que es más que ensoñación, que es más que gloria, que es querer ser o que es poder ser.
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Monay era ella, la virgen india, de cabellera blonda y busto, caderas y demás formas estructurales como la trajo Dios al mundo o tal vez ya trajeada con sayal de gala tejido con lana de vicuña o de alpaca.
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Nada más de lucubraciones. Nada más de seguir con la ansiedad de diáfana inspiración cruzando los horizontes de los Andes para traernos la justificación del porqué esta tierra que pisamos se denomina Monay. El tradicionalista citado, escrutador de cuentos y mitos de la prehispánica villa de Puno, nos regala la leyenda sobre la vida de ella y de su galán exótico, Huarma, que se pronuncia Hoarma, como Munay se pronuncia Monay. Vámonos, todos juntos, los de aquí de El Ejido y los de todos los contornos de la llanura interminable y fecunda, vámonos a contemplar el significado de este pedazo de tierra natal. Macedo Arguedas atesora la siguiente bellísima oración:
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Hayahuayra y Cochapata eran comarcas vecinas separadas por un anchuroso río de aguasturbulentas que se acrecentaba considerablemente en la estación de lluvias, tan copiosas cuanto infaltables en los lugares del Collao.
Los hayahuayrinos se dedicaban a la textilería; los cochapatenses a la cerámica. Pero ambas comarcas, sostenían curiosa disputa: los unos ponderaban la bondad de sus tejidos menospreciando los objetos de los otros. Estos a su vez daban la menor importancia a aquéllos. Sin embargo no aparecía mayormente amenazada la tradicional cordialidad de los dos poblados.
Los jóvenes, no obstante, se desconocían en la época .en que empieza este relato. Pues cuando el ceramista acudía al trueque de productos al mercado de las ferias habituales, en la margen del río correspondiente a Cochapata, la tejedora no iba o a la inversa. Además, el padre de Munay, para quien su hija era "sus ojos", y que por ello soñaba encontrarle un marido vinculado a la realeza del Cuzco o cuando menos descendientes de la nobleza Aymara, rocuraba evitarle cual quier amorío tanto más con un hayahuayrino.
Así las cosas, un buen día llegaron a establecer amistad ¡Mantas y fajas!, voceaba la tejedora pasando frente al puesto del locero. ¡Cántaros, pocillos y vasijones para chicha -gritaba Huarma estos son los últimos que me quedan.
¡Y estas son las últimas que me sobran! Pregonaba ella, hasta que, dirigiéndose a él, le habló - Eh..... ¡mira! es la lana de pacocha, con trama de lana de vicuña- y se la alcanzó.
- Sí, muy bonita es: Huarma acompañó su exclamación con una mirada penetrante a la broncínea belleza de Munay.
Examínala bien. Es muy fina....... sólo .para un .noble debiera reservarla.
-Digamos que soy yo ese noble- replicó sonriendo él ¿Qué es lo que pides por tu preciosa manta?
-Dos vasijas y un par de cántaros. ¿Quisieras cambiarla?... ¡Dos vasijas y un par de cántaros!- ¿Lo hallas muy caro? -¿Caro? ¡No! ¡Más bien lo hallo barato! Basta que esas tus manos la hayan tejido
-Ah, rió ella, con esa manta, si me la cambias, harás de cuenta que hasta de noche, ¡en plena lluvia caliente el sol!
-Vaya tejedora...........No cabe duda de que eres muy lista y de que habiéndola hecho tú, aun la propia luna podría abrigarse.
-Oh; que hablador eres.
-Llámame Huarma, que es mi nombre. ¿A ti, cómo te llaman?
¿A mí?. A mí me dicen Munay.
-Munay, que nombre, como tus ojos, como tu boca, el que tú tienes.
-Volvió a reír la moza.
¿Así les hablas siempre a las mujeres de Cochapata?
-No, lo digo sólo cuando los tejidos son suaves, hermosos cual la que los trabaja.
-Qué te voy a creer: ¡los ceramistas de aquí son famosos por sus embustes!
-Ah, Munay, no nos juzgues mal...Yo te lo aseguro que no decimos sino la verdad. El sol, lo sabe.
-Bueno, ............ ¿quieres la manta?
-Me quedo con ella. Aquí tienes su equivalente; dos vasijas y un par de cántaros.
-Tengo que irme ya: se me ha vencido el día. ..El río también está cargado y va a llover.
-Qué pena Munay....Recién te conozco, y ya te quieres despedir.....¿Mañana volveremos a vernos?
-No, mañana no
¿Cuándo entonces?
-¡Pregúntaselo al Adivino!- le contestó, para irse luego, riendo, con los cacharros a cuestas en cuanto Huarma la contemplaba alejarse.
Al cabo de unos instantes él también se retiró, mas algo extraño le golpeaba el corazón con fuerza, con la misma fuerza con que el granizo golpea el suelo cubierto de grama dulce Munay, por lo consiguiente, habíase ido poseída de una, para ella, desconocida sensación. El amor se había encendido en ambos a semejanza de las fogatas en las noches del Inti Raymi.
Desde aquel día empezaron a quererse; jóvenes como eran, la pasión los envolvió avasalladoramente. Y si bien no podían verse de continuo, porque el padre de Munay redobló su vigilancia y la reconvino amenazador, aprovechaban las horas del trueque u otras en los días de feria; pero Huarma acostumbrado al total dominio de cuanto le era caro, como las pampas, los cerros, el río y las tempestades, no se conformaba con los favores cuitados de la india. Cierta mañana, a la orilla del río, se encontraron.
-Munay: vámonos esta noche, te aguardaré aquí, aprestaré una segura a ágil balsa y ella nos conducirá más veloz que la brisa que ahora nos envuelve. Nos conducirá lejos; muy lejos hasta donde podamos tomar el camino de las alturas que conduce al Cuzco. Una vez ya en la Ciudad Sagrada pediremos ver al Inca, quien magnánimo y grande como es, y sabedor de nuestra historia nos extenderá el perdón.
Munay, por toda respuesta murmuró:
-Quiera el Sol que todo salga como dices.
Terminado, que hubo el día, Huarma púsose a esperar a la amada, pero ésta no apareció. El sorprendido e intranquilo, resolvió ir a buscarla. La oscuridad se hacía más densa y gruesas nubes se arremolinaban presagiado tormenta. El río continuaba su curso con sordo y misterioso rumor. Huarma, ya alejado de la ribera, avanzó por el poblado de Hayahuayra sorteando las cabañas de las gentes que pudieran distinguirlo y delatarlo. En las proximidades de la choza de Munay se detuvo. Los perros, guardianes lanudos y malhumorados, ladraron alerta pero aquél ocultó su presencia.
La lobreguez ya era absoluta. Únicamente de rato en rato algún destello de la tempestad que se presentía aclarada fugazmente el paraje. De pronto Huarma oyó que Munay cantaba casi a media voz "me ha nacido un amor que no puede existir; mas no tengo buena suerte pues mi amor será cruel sufrir" Su apagada melodía lo hizo aproximarse hasta el descampado patio de la vivienda. Quedamente, con la respiración en suspenso, la nombró: Munay. Esta, interrumpiendo su cantar, esperó nueva llamada.
- Munay, ¿por qué has faltado a tu palabra?
- Los Apus (Grandes Jueces) me han advertido que si me voy contigo pereceremos -respondióle- y que feroz contienda ensangrentará nuestras comarcas. Mi padre me ha pronosticado lo propio y me ha jurado que nos perseguirá. Ahora se encuentra donde el Adivino. Presto regresará.
-¿Y, tú, temes a los Apus? ¡Los Apus son unos malvados y envidiosos.................! Vamos, Munay; date prisa más bien, y no te amedrentes. Traigo la manta que tejiste; aquella que cambiamos el día en que te conocí.
-En cuanto a tu padre -prosiguió él- ten por seguro que no nos alcanzará, y que con el perdón que el Inca nos conceda calmaremos su cólera, como también evitaremos que corra sangre entre nuestros poblados.
Huarma aguardó ansioso la respuesta de su amada.
-Vamos- respondió ella, vencida por el sortilegio del locero.
Los amantes embargados se marcharon. Partieron sigilosamente rumbo al punto del río donde Huarma había dejado una balsa.
El negro y elevado espacio, mientras tanto, abrió sus entrañas Comenzó a llover, levemente primero, con gran impulso después, hasta producirse iracunda tempestad. Los cargados goterones caían verticales y certeros; eran hilos traslúcidos uniendo cielo y tierra. Los rayos iluminaban a los fugitivos que huían a riesgo de desorientarse, pugnando con el huracán helado que también se les oponía.
De improviso entre los rugidos de la airada naturaleza, distinguieron voces y alaridos; apuraron la marcha; pero, en la alocada prisa, llegaron al río sin cuidarse de buscar el sitio en que la balsa permanecía.
-Agárrate de mi brazo derecho y no te sueltes en ningún momento. Vamos a vadear porque nos hemos extraviado y no diviso la balsa. Sujeta la manta y ármate de valor. No perdamos tiempo; nos persiguen.
-Crucemos sin tardanza, Huarma.
E iniciaron la travesía. El río bramaba más que la misma tempestad. El ruido horrísono del agua y los tétricos silbidos del viento parecían el ulular de los Apus que, enojados por la actitud de los amantes, los recriminaban, impíos, echándoles en cara su desobediencia.
Las descargas eléctricas con estrépito infernal no cesaban, las aguas se hacían más abundantes y .poderosas a medida que la pareja se adentraba en ellas.
-¡Aférrate, Munay!
-No te suelto, pero el piso me falta.
-No importa, ¡préndete de mí con las manos!
Y siguieron vadeando. De súbito el agua los sacudió. Les llegaba cerca al cuello.
-¡Animo, Munay!
Alentóla Huarma disponiéndose a nadar. Mas cuando menos lo esperaba, y en el preciso instante en que un trueno formidable seguido de blanquísimo relámpago reventaba en toda la extensión de las comarcas, la potencia de un traidor remolino, artero y sorpresivo, arrolló a los fugitivos.
-¡Huarma! -gritóle ella.
-¡Munay! -contestóle él con la angustia anudad a la garganta.
Empero de nada les sirvió. Fueron separados con violencia titánica y arrastrados cual juguetes de icho, (junco) como cándidas criaturas que habían osado desafiar el ímpetu ciego de las aguas y ante todo, infringir la ley de los Apus que tenían prohibido aquel amor.
Tiempo después, desencadenada cruenta guerra, tuvo que intervenir el Inca en persona, para que la paz volviera a reinar entre los alfareros de Cochapata y los tejedores de Hayahuayra.
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Pues bien, comenté antes que en mi libro hablo de la ilustre y docta investigadora de la lingüística, profesora Ana Botbol de Alfón, quien nos refiere que Monay tiene un hondo sentido que bien justifica el nombre que el lejano indígena prehispánico le colocó, y cuya significación en la antiquísima lengua hebrea no es otra que "de arrollador caudal", "de fuerza bella", "de doble fuerza" y "de fuerza con mucho ímpetu". Es que en la diáspora por el cielo infinito de los Dioses de los Cuicas, el espíritu de la princesa india vino a sembrarse aquí y, por ello la llamamos a toda hora. La llamamos como nuestra tierra. La llamamos Monay.

¿Es acaso otra la figura que en el paisaje, con el amor por bandera, tiene este nombre de la princesa incaica que se fue entre el remolino a buscar el perdón del Dios Sol en la inmensidad del territorio de la Diosa de las aguas? (1)

¿No creen ustedes, amigos y paisanos monayeros, que algún día, no ya este cronista golpeado por los años y por las ingratitudes del paisanaje de otra área de estos mismos Andes, deba alguien emprender la faena para que la comunidad levante un pedestal para una escultura imperecedera, como la del artista Eloy G. Palacios en El Paraíso, de Caracas? Es mi mayor deseo que cualquier 18 de noviembre -por ser día de Nuestra Señora de Chiquinquirá y de la fundación de este pueblo en 1738- de algún año del siglo que comienza, al igual que el tercer milenio, el 1º de enero del 2001, se inaugure aquí una Universidad Experimental en el mismo instante en que también develen los dirigentes comunitarios de entonces, el bronce heroico de Munay la princesa del amor, de la resolución y del sacrificio.
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Caracas, noviembre de 1999
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Rafael Ramón Castellanos
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(1) FRISANCHO (PINEDA), Samuel.- Antología del cuento puneño. Puno, Perú, Editorial Los Andes, 1978. (Munay y Huarma, por Alfredo Macedo Arguedas) p. 238-243
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