octubre 17, 2009

VEINTE AÑOS APENAS 1931-1950

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Cuando me entrevistó varias veces el entonces estudiante de Comunicación Social y hoy profesional destacado en varias áreas del saber, Sami Rozenbaum[1], durante el año de 1998, nunca pensé que ese gesto del investigador sería un eslabón importante para dejar constancia autobiográfica de muchos episodios de mi existencia, los cuales marcaron mi destino intelectual, político y social, pero aún más pues terminaron de darme apego, amor y contemplación en la geografía espiritual, al sitio donde nací y al poblado en que inicié el rumbo de mis actuaciones, siempre con la misión de exaltar los valores esenciales del ser humano y de ponderar la dedicación de mamá a mi formación ética con el auxilio y la cooperación de mi padre, quien fue siempre para mi como Don Segundo Sombra en esa extraordinaria novela del escritor argentino Ricardo Güiraldes.

Sami Rosembaum con sus inquietudes filosóficas, con su pasión por las ciencias, con su majestad de observador de galaxias y de constelaciones, que de todo esto hablamos también en aquellos días, despertó aún más el interés que jugueteaba en mis adentros, con significativas remembranzas de sucesos, gentes y el hábitat de la amada patria chica. Todo iba bien y las evocaciones me llenaban de luces, de rostros del ayer, del hoy y hasta del mañana, pero un aciago día, me desmontaron de estas ilusiones los ambiciosos del metal monetarizado comun vil atentado ecológico y entonces, este ensayo de memorias se quedó arrinconado junto a los originales de cuatro libros sobre el destino histórico del lugar geográfico que acogió mis orígenes campesinos. A tal respecto no olvidaré jamás a los paisanos Homero Godoy Sánchez, Rafael Elbano Caldera, Cenis Oscar Silva y Pedro Elías Gil. A la inversa de esto tampoco puedo dejar de hacer notar la presencia a mi lado con devoción familiar del caroreño Mario Álvarez, de los médicos de cepa trujillana, doctores Carlos Andrade Villegas y José Octavio Isea Dubuc, de los también profesionales de la medicina, doctores Gustavo Tovar y Manuel Felipe Jaramillo, de mi esposa Ángela Robira Peña de Castellanos y de todos mis hijos e hijas, así como la participación en el área de guardar en computadora mis inquietudes de Alicia Fidelia Sánchez de Castellanos, la cual años despés le vio sólo tres lados al terreno de El Blanco, pero que siempre oyó el pálpito de mis angustias cuando volaba mi espíritu hacia Santa Ana de Trujillo y con sus familiares me sentía reconfortado, especialmente sus padres Pedro Federico Sánchez e Inés Artigas.
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Campesinito de El Blanco
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Nací en un campo cercano a Santa Ana de Trujillo, el 7 de agosto de 1931. El sitio tiene un nombre poético, o racial, El Blanco. A muchos paisanos no les agrada que diga esto porque dizque es como evadir que soy del pueblo, es decir santanero. Al contrario demostrar que promuevo un regio -nativismo sano y justo. El Blanco ha sido para mí un símbolo. Allí tuvo mi padre una “ratonera”, algo así como una pulpería escuálida. Si, la levantó, decía mi madre – ya que él nunca hablaba de casi ninguna de sus cosas personales – porque el compadre Rodulfito Andrade le prestó lo necesario. Creo que ella hablaba de algo así como treinta bolívares. Se dice que eh el sitio, hace más de doscientos años existió la casa grande de Nicolás Pacheco a quien llamaban El Blanco, quien era dueño de todas esas tierras desde La Sabanita, Los Pomarrosales, La Arenita hasta el zanjón de San Pablo, El Filo y Santa Marta.

El Blanco fue un sueño muy importante para mamá. Por La Sabanita, allí mismito, sembraban maíz y yuca su compadre Mauricio y Chico Ocanto – creo – al que oía llamar Chico Turco. El Blanco estaba en pleno camino hacia El Alto de Estatí, donde Eugenio Montilla tenía su pulpería; El Blanco limitaba por el lado sur con la casa de Ramón Pacheco, único vecino y pariente de mamá y, por supuesto, en ese lugar ella vivió sus primeros siete años de casada, y allí – año tras año –, sufrió la pérdida de lo que ella quería: un hijo. Tuvo siete fracasos, no pasaba en cada embarazo de seis meses.

Eso la marcó en su vida, pero El Blanco le dio el primer hijo que se le salvó, aunque sietemesino. Ese fui yo. Y ella bendecía El Blanco porque allí me parió. Fueron tantas las promesas de ella y de las Andrade, doña María Georgina y sus hijas Solita, Griselda, Dilia y Josefina, que con los cuidados de ellas en El Vitoró, ya en el pueblo de El Blanco, pasé los primeros meses no lejos.




El Blanco es un mirador; debe haber sido un atalaya indígena en donde el humo de las alturas por los lejanos parajes de Carache, por los páramos hasta El Jubiote en las cercanías, debe haber servido de telegrafía semíotica que la guarura en la musicalidad seguiría multiplicando el mensaje de paz, de guerra, de cosecha próspera, de velorios, de fiesta de la yuca y el maíz; por otra parte El Alto tenía a sus pies, por un lado él Valle Abajo con buena ganadería, tablones de caña de azúcar, buenos trapiches, varios Lamederos donde las reses iban a degustar su ración salobre, los encerraderos de las crías, o La Becerrera, que estaba en la serranía, Los Corrales, Corralito, Corral Viejo y Los Corrales de Los Guaruos o El Corral de Morón.




Cuando mis primeros cinco años creo que con mamá, muy barrigona, iba a tener gemelos, algo que nadie más que papá anunciaba, en la casa de El Blanco hubo un velatorio. ¿Quiénes habitarían allí entonces? No tengo ni la más remota idea, regresamos de noche: papá alumbraba con una linterna de pilas y Nicolás Pacheco con una lámpara de Carburo.

Ese campo lo compré muchos años después; la casa se había caído ya, apenas quedaba el cuartito de la cocina, de bahareque y tejas, pero no sé, me descuidé. Los viajes, los años fuera, se cayó este cuartito y la piedra de moler de mamá estuvo a la intemperie allí mismo. Cuando resolví rescatarla, traérmela para Caracas, no la encontré. Alguien se la llevó. Me duele haberme metido en la indolencia, me duele mucho, pero mi amor por El Blanco es mi amor por mamá, y por papá.






El conuquero se volvió médico chamarero



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Mis padres eran hijos de campesinos que alguna vez tuvieron pequeñas posesiones en Escún y Estururaque pero que habían ido cuesta abajo, primero la gripe española del año 18, luego la langosta; después la viruela, por lo que la situación que se presentó después fue bastante apretada económicamente, pero eso fue problema de mis bisabuelos que, sin embargo, dejaron tierras, y heredaron mi abuelo Rafael María Castellanos Perdomo, el gran maestro carpintero, y José Trinidad Villegas Valera, juez de paz hasta su muerte.

Papá cultivaba el conuco, mamá hacía conservas, golosinas en general. Mi padre era un hombre de una capacidad intelectual increíble. Cuando ya vivíamos en el pueblo ponía inyecciones, la vacuna antivariólica, en dos o tres oportunidades, masivamente, y atendía el dispensario del poblado, pero siempre consultando libros, leyendo mucho.

Mi padre salió de cuarto grado de estudios de primaria junto conmigo, esa era una concesión que hacían los maestros entonces: los adultos, que se sentían capaces de hacerlo, presentaban los exámenes sin ir a clases. También aprobó el sexto grado con el mismo grupo mío. Papel determinante en ese aliento y optimismo suyos fueron grandes educadores que definieron además nuestro destino intelectual, los dignísimos maestros Antonio Cortés Pérez, Amable Pérez Simancas, Simón Barrios Parra y Edilberto Sánchez quienes fueron, en orden sucesivo, los primeros directores de la Escuela Federal Graduada “27 de noviembre de 1820” y también los maestros Astros, Lucas Rondón, Isidro José Morillo, Augusto Valbuena y José Rafael González.

Luego Efigenio Castellanos Pérez, hizo pasantía con dos médicos muy importantes allá, los doctores José María Flores y Rafael Antonio Pérez, este último no graduado, pero reconocido por su sabiduría y profesionalismo. El aprendizaje le fue muy útil, él era un gran estudioso, tenía libros de medicina que habían sido de mi abuelo materno José Trinidad Villegas Valera quien fue juez, profesor de idiomas, que con admiración lo recordaron siempre los después abogados y medicos Miguel y Salvador Tálamo Pacheco, a quienes les dio clases de latín y francés, pues cursaban Medicina y Derecho respectivamente en Mérida, o Maracaibo, no sé; bueno, papá estudiaba y estudiaba y hacía dibujos de las ilustraciones de esos libros de medicina; luego se quedaba pensando, pensando y no decía nada.

El, antes había construido un alambique para producir miche clandestino, la necesidad era inclemente, miche sanjonero. Se asoció con su compadre Ramón Segovia que vivía en El Quebraón y sacaban el miche entre gallos y media noche. Un buen día llegaron los del Resguardo y se llevaron dos damesanas de miche de la pulperiíta de una muy admirable y recia mujer, bien morena ella, Eulalia Materano, la madre de una honorable familia cuya cabeza principal fue el Gordo Pérez, bueno, perdone los recovecos, el Gordo Pérez es Antonio Pérez Materán, después le cuento.

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Del miche sanjonero y un multígrafo de la cultura



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Pues bien, papá hizo ese alambique simplemente tomando al pie de la letra lo que analizó en un libro que conservó muchísimos años. Allí había recomendaciones para todo, recetas para cualquier cosa. Los libros de papá, sí, bueno, yo tengo dos, y un par de dentuzas… él también fue sacamuelas.

Mi padre se las ingeniaba para encontrar los periódicos de Caracas que cuando los localizaba ya tenían meses de atraso. Recuerdo mucho La Esfera. Mi hermano Pedro Alfonso y yo aprendimos a leer en La Esfera. Mi padre había hecho los biombos que separaban el enorme cuarto de la casa que habitábamos, en tres habitaciones y esos biombos los forraba con cartón y los revestía de periódicos, que él colocaba al derecho para que fuésemos leyendo. También había una pariente de mamá que tenía una buena biblioteca; ella era Victoria Villegas Pacheco de Sánchez Pacheco, la dueña de la Casa Verde, insigne matrona que mucho hizo por la difusión de la cultura en mi pueblo y ella prestaba libros, que yo tenia la obligación de cuidárselos, pero creo que algunas veces no cumplí con ese compromiso y sin embargo, nunca me acusó con mamá o con papá, pues de lo contrario no me hubiesen perdonado nunca tanta “barbaridad” y la pela habría sido de pronóstico reservado. Romperle una hoja a un libro de la comadre Victoria. Ave María Purísima, sin pecado concebido, decía mamá. La pela era un castigo corporal nada suave, con un rejo de verga de toro disecada que nos la aplicaba papá o mamá, y a veces entrambos a la vez cuando rompíamos las normas tan severas en que nos formaron.

En esos meses cumplían algunos vecinos y vecinas de La Lomita, frente a la calle Páez que ahí terminaba, una promesa y en su peana de cemento se levantaba la cruz de madera, bastante fuerte y bien trabajaba y como venía el 3 de Mayo, día de celebración de este símbolo de la Crucificción, me llamó Pablo Azuaje al negocio de mercancías que regentaba, pues regresaba yo de la escuela. Entré y allí estaban con él Lorenzo Sánchez pacheco, modesto Villegas, Ramón Táchira y dos mas que no recuerdo y aquel me manifestó que todos ellos querían que dijese un discurso en la inauguración de aquel testimonio de religiosidad y sin pensarlo les dije que sí. No recuerdo cómo no pensé en consultarlo con mamá y con papá y cómo hice para ir al evento, a las 6 de la tarde de ese día, en el acto antes de comenzar el velorio. ¿Me aplaudieron? No recuerdo, pero evoco el suceso al leer una de las Confesiones de un pequeño filósofo de ese gran maestro español Azorin, quien escribió, tal vez en una oportunidad semejante lo que transcribo:

“Esto no lo recuerdo bien: yo hice un discurso. Tengo una idea confusa: no quiero arreglar nada. Me place dejar estas sensaciones que bullen en mi memoria tal como yo las siento, caóticas, indefinidas, como a través de una gasa, allá en la lejanía…”

“Yo hice un pequeño discurso; es decir, lo escribí en un cuadernito, con mucho cuidad, con esa meticulosidad forzuda que ponen los niños – inclinándose violentamente, apretando los labios – en sus empeños”.

“Y este discurso, recuerdo que cuando llegó la ocasión – no sé qué ocasión – yo me levanté y lo leí ante la concurrencia silenciosa. Sí recuerdo que fue en el largo comedor, con mesas de mármol corridas, con sus ventanas que daban a la huerta ornada de parrales, y por la que se veía cerca una redonda higuera verdeja. Y ya no puedo recordar, por más esfuerzos que hago, lo que decía en mi pequeña alocución; cuando la acabo de leer, los buenos escolapios que presiden la mesa callan gravemente, y – cosa rara, es decir, no, cosa muy natural – si que tengo muy vivo, muy presente, muy entero, el gesto benévolo y las frases lisonjeras de uno de ellos…

“Este escolapio tan afable, ¿presentía mi vocación? Yo no sé: tal vez me veía en el Congreso pronunciando discursos terribles; tal vez me consideraba en una cátedra diciendo cosas estupendas. Pero sus presentimientos no se han cumplido”.

Regresé a la casa, bien cerca, por cierto, y nadie me dijo nada, mas yo tampoco comenté. Al siguiente día, al regresar de las tareas escolares, ese insigne señor que era Pablo Azuaje me esperó a las puertas del establecimiento y me regaló dos cuadernos. Modesto Villegas que lo acompañaba, me dio dos pedazos de batido, una especie de papelón aderezado con clavos y canela. Ya en la tarde anterior, después de mi “discurso”, una humilde dama, cuyo nombre olvidé, me había premiado con un abrazo y dos rosas rojas, que las cultivaba en un pequeño jardín, al lado derecho del camino en bajada hacia la quebrada Santa Ana, o Estarambuche que este es el nombre indígena.

El maestro y hoy profesor jubilado, después de egresar del Instituto Pedagógico Nacional y ejercer un sinnúmero de cargos directivos en la docencia, ilustre maestro Simón Barrios Parra disertó durante una charla informal, que había leído en el último número de la revista Educación de Caracas lo referente a un multígrafo que se podía construir al procesar algunos elementos químicos que luego se volverían una gelatina… entonces le comenté a papá sobre la idea; buscamos el libro en la casa del maestro, y papá hizo un multígrafo en el cual se podían imprimir hasta unas veinte copias. Eso era en el año 1943, tenía entonces, doce años, e hice el primer periodiquito en letra de imprenta, pues había aprendido a manejar la maquina de escribir desde muy niño. Papá me ayudó mucho en ese primer periodiquito que se llamó Luz.

Busqué a Víctor M. Pacheco como primer colaborador; era mi más cercano vecino, hijo de Susana Pacheco, una gran amiga de mamá a la que mamá le daba en préstamo una que otra de las novelas de Alejandro Dumas. Para el segundo número del periodiquito papá afanó mucho porque la gelatina perdía consistencia plástica muy pronto, allí estaba yo junto a él; de rato a rato, alguien llegaba a comprar un remedio o a que papá le preparara una fórmula; papá tenía esta venta de medicinas y atendía también el Dispensario… Para el segundo número de Luz incluí como redactor a Carlos Ramón Briceño, vecino también, gran compañero e inteligente… no sé quién era la mamá de él, creo que era huérfano, pero era la pupila de los ojos de Rita Villegas, la partera a la que como Mamá Angustias, otra partera, Carlos y yo y muchos muchachos del pueblo la llamábamos Mamá Rita. Mamá Angustias era la abuela de Juan Estrada y Mamá Rita era como la abuela de Carlos Ramón, quien tenía como padre a un recio y valiente señor de nombre Demetrio Villegas.

Bueno, Carlos Ramón Briceño colaboraba en hacer articulitos y un consecuente y más adelantado paisano, Juan Ramón Briceño, nos daba otra luces, pero yo desmejoré mucho en el cumplimiento de mis tareas escolares. El maestro Barrios Parra se puso bravísimo y se quejó ante papá y mamá, por lo tanto tuve que dejar el periodismo para más tarde.

El Presidente del Estado, el doctor Numa Quevedo, en el año 1944 supo de esa inquietud y nos dio una ayuda para que publicáramos el periódico, pero ahora yo le había inventado otro nombre que no me resultó afortunado porque en vez de denominarlo Santa Ana apareció como Santana. La impresión fue en un taller tipográfico de Trujillo a donde papá llevó los originales y luego trajo el periódico impreso; a Trujillo yo no iba todavía; no conocía los carros, que este era el nombre común de denominar los vehículos de motor. Vine a conocer los automóviles en 1945, cuando empecé a estudiar bachillerato en Trujillo, ciudad esta en la cual continué editando el periódico Luz. En buena imprenta y ya en grande. La gente tenía una gran admiración por mí, porque a esa edad… No… miento, yo conocía los carros desde meses antes cuando en vacaciones de Semana Santa fui a Pampán con Carlos Ramón Briceño a quien lo llevaba por esos días su papá, Demetrio Villegas, como ya le dije un hombre muy macho que, en el pueblo había acabado con… bueno… esa es harina de otro costal…



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El amor, siempre el amor



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– El sexto grado había sido un gran universo de aprendizaje. El maestro Barrios Parra se fue del pueblo al terminar el año escolar 1943-1944. Lloré mucho… lloré porque él se marchaba y porque se marchaba una muchachita, hermana de doña Elba, la esposa del maestro Barrios.
– No, de ninguna manera, Yolanda era algo así como una amiguita lejana. Yolanda Fernández es el nombre de ella. En 1976 la encontré en Caracas, farmaceuta muy vinculada a toda la gente de Miraflores.
– No, de mujeres y de amores no hablo nunca. Las mujeres merecen el mayor de los respetos cuando la intimidad es una luz de encantos y hasta cuando es un abismo de desencantos… No… a Yolanda la veía como a una compañerita espiritual.
– Es que aquel era un ambiente muy deferente, muy noble, muy sano. La primera niñita que me gustó fue Angélica Segovia,… amores de lejos… siempre de lejos… a través de papelitos… de mensajes que le hacía colocar en su pupitre porque ella estaba en cuarto grado… pero ella no me contestaba.
– Tonterías: “Dígame si me quiere. Si o no” y yo enfurecía porque no contestaba mis papelitos… me los devolvía… y como antes yo había sido paje del matrimonio de mi padrino Guillermo Andrade y de Nice Villegas, y la compañerita consorte fue Alba Marina Flores, entonces en los ensayos yo no me detenía ni a mirarla ni a ver cuan bonita era… para mí Angélica era la niña mas bonita de todo el pueblo… y después del matrimonio de mi padrino y Nice, mucho después, quizás a los seis meses, fui a casa de la señora Toña Román, viuda de un viejo autodidacta que no conocí y que papá había querido mucho porque decía que todo lo que él sabia se lo debía a Carmelo… a Carmelo Flores, bueno fui y cuando entraba a la casa de la señora Toña a cumplir con un mandato que se decía hacer un mandado, yo iba a hacer un mandado, no sé qué le enviaba mamá en un bojotico a Victoriana Flores, una mujer que pasó la vida dedicada a las veladas artísticas, a los pesebres, a cultivar todas las tradiciones del pueblo, y aproveché para darle un papelito a Alba Marina… lo mismo “ Dígame si me quiere… si o no…”.

En la fila para entrar a clases comenzó el cuchicheo. Mis compañeritas Inés Antequera, Santos Gudiño y Dalia Sequera me tiraron algunas puntitas… caramelero… y no recuerdo una palabra con la cual me querían decir picaflor… picaflor yo, era flaco y majincho, con lombrices, a pesar de los purgantes con Quenopodio, unas cápsulas infernales, o con leche de Higuerón que papá extraía del árbol de este nombre; así, las lombrices eran siempre un problema para mí… bueno… Alba Marina me mandó un papelito con Chela – Chela Flores de Álvarez años mas tarde – eran hermanas… un papelito extremadamente lacónico “si” era lo que decía, pero cuando la vi en la fila se puso roja y bajó los ojos y entrambos olvidamos por siempre ese episodio.

María Balbina Segovia, la otra de mis compañeritas de sexto grado, no hizo comentario alguno de las chanzas de las otras. Ella era hermana mayor de Angélica, pero en esos mismos días José La Cruz Segovia, mi gran amigo, a quien siempre recuerdo con infinito afecto y a través del cual rememoro también a Pedrito Segovia, un primo suyo que murió muy joven… José La Cruz me entregó una tarde, al salir de la escuela, un papelito que me mandaba Angélica, quien caminaría, a lo mejor, cerca de nosotros, porque todos salíamos de la escuela a la misma hora… el papelito parecía calcado del anterior, del de Alba Marina, solamente una palabra “si”, pero acompañado de una florecita disecada llamada pensamiento.

En las dos oportunidades me dio brincos el corazón, pero además sentí una extraña emoción con este papelito de Angélica. Todavía hoy no lo sabría explicar. El sábado siguiente la observé cuando me miraba desde el balcón de su casa, casi diagonal con la de los hermanos Villegas – don Gabriel, don Eligio y don Francisco – donde papá tenía la venta de medicinas. Alcé mi mano, la moví como diciendo adiós porque no encontré otra forma para decir amor.

Es eso, el amor, un no sé qué que nace solo y cuando se va, no se va solo, se va con un poco de nuestra vida. Sí, eso es, yo visitaba mucho a la señora Francisquita Montilla, matrona insigne, culta y fina y ella criaba a una muchachita morenita y dulce llamada Elda Luisa, estuve un día a punto de entregarle una notica semejante a aquéllas “Dígame si me quiere, sí o no”, pero lo intenté en la sala, más tarde en el comedor y luego en la cocina, donde Francisquita me obsequió un guarapo de canela, divino, inolvidable; no sé qué me cohibió, me guardé el papelito y luego lo rompí. ¿Acaso miedo de que le dijera a la señora Francisquita? No sé, pero de Elda Luisa sigo teniendo el mismo recuerdo, aunque tuve miedo de entregarle mi brevísimo mensaje.

No sé cuáles son esos fenómenos que lo llevan a uno a fijarse en una determinada mujer. Yo creo en el destino; en una fuerza oculta que une o separa, que enlaza o desata, que inspira o que aflige. Como también visitaba mucho, siempre con mi noble hermano Pedro Alfonso, a Victorio Infante, en su casa agradable, con un gran solar cercado de tapiales y unas sembradíos de maíz hermosos e inolvidables, compartía mucho con Andrés y con José Rafael, sus hijos más cercanos a nuestra infancia. Ángel Custodio era mayor y la toñeca, la niñita de la casa, era Crisanta; Crisanta Infante de Caldera hoy por hoy; a veces me quedaba mirándola cuando comíamos todos juntos en la mesa de su casa y no sabía si decirle o escribirle mi manida frasecita. Lo intentaba y me retractaba, pero un día de mayo, el mes de María que se celebraba en el pueblo con cánticos en la iglesia la mandó Francisca, su mamá, para que cumpliera su devoción; bajamos juntos, hasta la plaza, José Rafael, ella, Pedro Alfonso y yo. Ya en la iglesia, teniéndola cerquitica y mientras sentía que el corazón se me quería salir le dije ¿Usted me quiere? Y me miró tiernamente, aunque en segundos su mirada se volvió severa y casi dándome la espalda dijo “si… se lo voy a decir a papá para que se lo diga a don Efigenio”. Y me fui de la iglesia sin esperar los cánticos sagrados, ni la presencia de doña María Esther Santander de Ferrini que guiaba las ceremonias.

Sin embargo unos ojos impresionantes me llamaban mucho la atención, me inquietaban, me gustaba encontrármelos de frente, aunque siempre de lejos, dijo de lejos, ella en la ventana de la sala de Chana Villegas de Gudiño, la esposa del gran Indio hatero, cacique de dignidad, señorío y decoro, que era don Miguel Gudiño. Era menor que yo la niña y la más joven de los hijos de Crisanta Sánchez Pacheco de Toro, esposa noble y grande, de Fernando Toro. Su nombre: Graciela Toro Sánchez a quien nunca le escribí el papelito de mis amores, ni le dije palabra alguna relativa a lo mismo. Ella es la prestigiosa médico, siempre humanitaria y esforzada en el bien colectivo, esposa del doctor José Manuel Guzmán Lara, también galeno generoso y popular. Fue el más lejano, el remotísimo afecto indefinido de mis locuras de amor, aunque en mis adentros Angélica seguía inspirándome la alegría de haberle hecho muchas carticas sobre las que ahora medito y digo que eran bastantes cursis.

Como en los fines de semana una que otra vez, papá o mamá iban a casa de la señora Juliana Pérez y del general Tomás Montilla, el esposo de ella, donde a veces almorzábamos; a nosotros nos colocaban la comida en un mesón… al decir nosotros me refiero a los muchachitos que éramos Pedro Alfonso, mi hermano, Elide – Elide Montilla de Aranguren, recia matrona de Trujillo ahora viuda de ese sublime músico y Director de Orquesta que fue Ramón Aranguren –, pero Elide me huía, a empujones y regaños de sus hermanas mayores, Amelia y Carmen, cumplía con el ceremonial del almuerzo, pero a toda prisa, para levantarse e ir corriendo a esconderse… “a esconderse de ese bicho”: dijo uno de esos días y me señaló.

Algún tiempo después, pasados dos años y medio, la niña Elide fue enviada por sus padres a estudiar a Carache y como la vi en vacaciones de Semana Santa en el pueblo, yo estudiaba ya en Boconó, le expresé que le escribiría y así lo hice, cartas de la amistad, del cariño, de la evocación de El Valle Abajo o El Alto de Las Bruscas donde nació, se crió y creo que aún esas tierras le pertenecen. Yo no estaba enamorado de ella, pero sentía un especial cariño por ella, así como lo tenía por una muchachita admirable que llegaba no sé si de vacaciones o sí estudiaba en nuestra Escuela, llamada Celia Aurora Vetancourt, de La Concepción de Caracohe; como sentía también admiración y deseos de andar siempre al lado de Cora Gil Cooz, morenita menuda, hija de un entrañable amigo de papá, el maestro ebanista, escultor y carpintero Santos Gil, casado este con Lucila Cooz.



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Los primeros recuerdos
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Que cuántos son los recuerdos mas remotos de mi vida me preguntan a veces y no se calcularlos, pues, a veces, como que despiertan, de pronto, uno y otro en la oportunidad de cualquier evento y de cualquier otra evocación; por ejemplo cuando hay tempestad rayos y truenos, importantes vuelvo hacía mis cuatro años, pues decía mamá y lo ratificaba mi madrina María Gregoria Altuve de Andrade que en 1935, por el mes de noviembre, había sido el suceso en el que buena parte de un árbol de grueso tronco, situado en el camino real, frente a la casa grande de Juliana y Emilio Pacheco, en La Arenita, a unos cien metros de la casa donde nosotros vivíamos se había desgajado y la ramazón había quedado trancando el paso hacia El Blanco, El Alto y La Loma, entonces mi padre, Ramón Pacheco, Nicolás Pacheco, Tonino Sánchez, Hernán Cortes Pérez que usaba todavía pantalones cortos, aunque era un muchachote de algo así como 17 años, Tonito Pacheco y Pedro Torres, ño Pedrón, blanco, más alto que todos los demás que allí estaban, todos con sombrero de cogollo, aludos, menos mi padre y Nicolás, se dedicaron a despedazar la parte caída y mi madre y yo hacíamos tercios de madera verde que no supe después si los llevaron a algún lado.

Como esa casa que habitábamos queda sobre un cerrito desde la puerta principal que daba al camino, se veían los monumentos de las tumbas del viejo cementerio y por entre ellas dos grandes cipreses, esos pinos acuerpados de la montaña que al moverlos el viento pareciera que fuesen personas susurrando y un día Ángela, la muchacha que ayudaba a mamá en sus quehaceres y que era familiar por parte de esta, me dijo que si yo distinguía dos animas que estaban conversando, en el ciprés y cuando indagaba, al lado de ella, llegó mi padre que se entero del acontecimiento, la regañó, alteradísimo “Acaso que los muertos sale! Dijo y yo me quedé con la duda porque cada vez que había vientos fuertes se oían algo así como conversaciones enredadas.

Dos años después, quizás, viviendo en la casa de enfrente a la casa de negocios y almacén de Elías Sánchez y sus hijos, mamá comenzó a llorar inconsolable en presencia de mi tío Efigenia Castellanos Pérez que se había unido a nosotros para cuidarme porque estaba muy enfermo de tosferina. Aquella le decía a papá ciertas cosas que yo no entendía sobre una mujer que había pasado por enfrente con una niña como de mi mismo tamaño, también flaca y pálida y él sólo dijo, metido entre tantos caracoles o virutas de la madera que estaba cepillando: “Ay, Evangelista, otra vez” y se marchó, mamá se desmayó y mi tía Eugenia se preguntaba alarmada ¿La valeriana donde esta?, pero el frasquito no estaba lejos y mamá se recuperó casi de inmediato y mirando como hacia el techo, llenos de lágrimas sus ojos dijo: “sinvergüenza”. Años después supe de esa dama y de esa muchachita que, ésta, es también hermana mía.

De esta casa, que al fondo tenía, a unos 60 metros el cementerio antiguo, nos mudamos a la casa al pie del cerro de La Vereda, al lado de la vivienda de Ceferina Andrade, frente al corredor-alpargatería de Elbano Caldera, sitio que forma parte de la casa de Pedro Sánchez Pacheco y casa por medio la casa de Vitoriano Pacheco, cuya esposa era Susana Pacheco y sus hijos Víctor y el Menor que fue compañerito mío y al cual vi, muriéndose de un ataque de lombrices, en los brazos de su mamá, pues mi padre desesperó por salvarle la vida, recuerdo vivo siempre como vivo recuerdo es, a mis siete años haber visto morir por allí mismo, asfixiándose, enormemente hinchado, a Pedrito Sánchez Pacheco, que agonizó entre los brazos de Ceferina Andrade y mi papá Efigenio

Por este mismo año de 1937 en una ceremonia religiosa cuyo epicentro fue la casa de mi madrina María Georgina Andrade, el papel de San José lo hizo alguien que no evoco, pero el de la Virgen María una de las hijas de Domingo Montilla, que no acierto con el nombre aunque creo que se llamaba. Fue este año de muchos temblores en el pueblo y recuerdo a mamá que cargaba hacia el patio a Jonás y luego a Gloria y Dora, mientras que Pedro y yo agarrados de la mano temblamos de miedo, pero yo sin poder interpretar a que era el miedo si al frío que se acentuaba o al movimiento telúrico que se habría movido

De niño Jesús avanzó mi idiosincrasia campesina hasta otro parámetro, secuencia de acercamiento entre Dios y Patria, venezolanidad y devoción, pues el maestro Edilberto Sánchez se empeño en escenificar el Abrazo e Bolívar y Morillo me correspondió hacer el papel nada difícil – porque que fácil se la hace a un niño conquistar ambiciones terrenales y etéreas- del Padre de la Patria. Qué de problemas los recuerdos a medias, pues no acierto en reencontrar al compañerito que hizo de Morillo, ni a aquellos que se desempeñaban como los comisionados de nosotros dos, los grandes generales. Lo cierto es que fue una velada imponderable con interpretaciones musicales de Ricardo Gudiño y Rafael Antonio Godoy y con alegorías líricas de Flores, quien la enseño a Blanca Pacheco, alumna de cuarto grado –yo estaba en quinto- aquel soneto inmaculado de Alejandro Carias que aprovecho para mencionarlo:

LAUDE

Este que ves lector, mármol sencillo,
te recuerda que en época lejana
ante la furia de contienda insana
se abrazaron Bolívar y Morillo.

Piedra monumental del ilustre brillo
da fe de aquel abrazo en Santa Ana,
sepulcro alzado a la fiereza hispana
y al decreto de muerte de Trujillo.

Juntos desagraviaron los guerreros
al declinar su indómita bravura
con los de Cristo los hidalgos fueros.

Y nos legaron como herencia pura
de españoles de Indias y de Iberos
timbre de unión que en las edades dura.

Acompañaban con instrumentaciones los ya citados músicos y dos más que se volaron de mis pensamientos injustamente, el que tocaba violín y el que acompasaba el acordeón, pero lo que nada me agradó fue que para celebrar el acontecimiento, pues era fecha patria, 27 de noviembre, los trabuqueros hiciesen estallar artefactos a poca distancia del escenario.
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La muerte del maestro carpintero, mi abuelo



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Para mi hermano Pedro y para mí, fueron momentos de increíble consternación aquellos del 16 de julio de 1943, pues irremediablemente dejaba de existir en el pueblecito el maestro carpintero Rafael Castellanos Perdomo, quien había venido al mundo el 1º de febrero de 1869, hijo de un infatigable trabajador de la madera, ebanista autodidacta, a quien llamaban el maestro Saturno, pero que en su papeleta de bautismo de allá por 1844 figuraba como Saturnino Castellanos Valera.

La conmoción que arrinconaba las estructuras vitales de mi hermano Pedro y la mía no era propiamente por la muerte del abuelo, ya que él había permanecido postrado en cama muchas semanas y los “mayores” decían que de un momento a otro le vendría la muerte, la cual ellos esperaban con resignación, pero nosotros dos, primeros nietos del maestro carpintero junto a Isabel, Ramón y Martín, hijos de nuestro tío Emiliano, desesperábamos y en las oraciones, noche tras noche, cuando cumplíamos la obligación de acompañar a nuestra piadosa y dulce madre, Evangelista Villegas Viloria de Castellanos, en el desencadenamiento del Santo Rosario, le implorábamos a nuestro “Ángel de la guarda” que le devolviera la salud al abuelo y que si ello no era posible, que si tenía que sucederse por esos días su desaparición terrena, no tuviese efecto antes de las fiestas patronales. Que no, que mucho más cariño le profesaríamos al pobre abuelo si él generosamente se esperaba, allí acurrucadito en su catre de campaña – que en campaña por la subsistencia vivió siempre – y se moría después de la celebración de las festividades patronales que se celebraban desde la noche del 23 hasta el anochecer del 27 de julio.

Mas el abuelo, de quien pregonaban los amigos suyos y con alegría sus enemigos, que a su peso corporal específico se le sumaba el de ocho guáimaros que en la guerrita de 1899 le habían quedado prodigiosamente bien incrustados en ambas piernas y en la pantorrilla derecha y que, además, llevaba encima el sobrepeso de las dos cicatrices de las puñaladas que le había inferido en la Semana Santa de 1905 su contrincante godo o chuto –que liberal o lagartijo era mi abuelo– el mestizo, casi indio puro, Alfonso Visnajá, cicatrices que en vez de disminuirse con el tiempo se fueron esponjando; pero repito, el abuelo no se esperó ni siquiera por todas las promesas que habíamos hecho a cada uno de los santos del altar de la casa paterna para que no se muriera por esos días. Al anochecer de ese 16 de julio, cuando Carmen Azuaje, la doméstica de Victoria Villegas Pacheco de Sánchez iba a confesarse para celebrar su onomástico, el maestro carpintero Rafael Castellanos Perdomo se quedó dormido en viaje hacia la eternidad.

A la tarde del siguiente día, tres hombres que veníamos del cementerio, nos encerramos en la Botica o Expendio de Medicinas que regentaba Efigenio Castellanos Pérez, mi padre, que alguna vez fue también maestro carpintero, médico chamarero y docto, sabio y elocuente juez de municipio y hoy casi centenario tiene toda la lucidez de sus mejores años mozos. De los tres, la edad de él sobrepasaba apenas las cuatro décadas; mi hermano Pedro no había cumplido dos lustros de existencia y yo era mayor que él catorce meses. Mientras nuestro progenitor cavilaba, mustio y desesperanzado, estos sus dos hijos andábamos reconociendo ilusiones y manejando la hipótesis de que en las fiestas patronales no podríamos vivir todas las alegrías del año anterior; por ello así fue que, con el mayor respeto y la humildad más grande, consultamos con papá sobre lo que iríamos a hacer en esos días, pero Efigenio Castellanos Pérez guardó absoluto silencio y por su rostro bajaron de prisa las gruesas lágrimas que quiso disimular con un par de estornudos; esa fue su respuesta casi misteriosa: el dolor que lo embargaba no cabía en el ámbito de la pregunta y él tampoco podría decir que no cuando se trataba de las fiestas patronales que a él, aunque libre pensador, lo atraían mucho por su devota reverencia a la Virgencita India, la de los indios de El Hato.

Se levantó de su asiento, una silla que parecía de hierro en vez de ser de madera y que era el recuerdo más cercano que tenía de otro maestro carpintero de nombre José Altagracia Castellanos de la Torre quien era su tío abuelo. Nos miró y expresó con un rictus de melancolía y añoranzas: “Para El Hato, al velorio de Nuestra Señora Santa Ana, la indiecita que nos ha protegido siempre a todos, los llevaré de cualquier manera” y la palabra empeñada se cumplió cabalmente.






El Velorio



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No recuerdo bien la casa en que la feligresía practicaba la adoración de la Virgencita India. Bajamos con algunos otros vecinos desde el poblado por El Limón, hasta el zanjón de San Pablo y desde allí, después de refrescar los rostros con la cristalina y abundante corriente acuosa que salía de entre unas plantas de guajes, tomamos aliento para iniciar la subida hacia donde ya estaban sonando las guaruras, los pitos, los tambores y tronaban despiadados los trabucos enarbolando entre pólvora, niebla y mucho frío, el júbilo religioso y popular.

La sala de la casa, techada de madera era más o menos grande y para mi hermano Pedro y para mí fue una incalculable sorpresa que al “Santo Rosario” que mamá nos había enseñando a rezar con camándula y siguiendo uno a uno los “misterios” le hubiesen puesto esa noche todo el calor de una tonada, música subyugante y dulcísimas cadencias, con la innovación de brotar de pronto una especie de sermón cantado por alguno de los trovadores, mientras la guitarra, el cuatro, la guarura y el pito ancestrales hacían variantes cuando el cantador principal entonaba las letanías.

Mi hermano Pedro se rió sin disimulo del grito alargadísimo de un “amén” que era una inclinación reverente de fe, de tradición atávica y de emoción festiva, que iba acompañado de uno que otro trago de caña zanjonera, el mejor aguardiente que allí iban consumiendo estos artistas, a pico de botella, de boca en boca y sin ascos ni resquemores. Efigenio Castellanos Pérez lo coscorroneó casi inadvertidamente y mientras yo le miraba los pucheros en su cara de niño inocente, lo escuché cuando tuvo que decir, por tres veces seguidas: “perdóname Virgencita de El Hato”, como si el se hubiese burlado de la Santa y no del canta-rezadero que por primera vez veíamos y oíamos en ese rito impresionante que es un velorio bien servido.

Las mujeres de la casa repartían café y tras un paréntesis que no evoco bien si era el final del Santo Rosario cantado, o una ceremonia de descanso para músicos y cantadores, emprendimos el regreso para el pueblo, no tarde en la noche, porque al siguiente día tendríamos que volver a hacer el mismo periplo, pero no ya para sentir de nuevo la interpretación de cada acto del velorio tan conmovedor, sino para acompañar hasta el pueblo a nuestra Virgencita, a Santa Anita la de El Hato, a Santa Anita la India, la que tenía su esclavo vernáculo que velaba por ella durante todo el año y por ella era capaz de sufrir, de padecer, de trabajar incesantemente, y por qué no, si las circunstancias llegaban al dramatismo, plantar acciones de bélica postura.

Mi padre, mi madre, mis tíos y no sé cuántas otras gentes habían permanecido durante todas las noches, después de la siguiente al entierro de mi abuelo, de visita larga en la antigua casa del maestro Rafael Castellanos Perdomo, situada bien pegadita de la casa cural, a cien pasos de la iglesia y a ochenta pasos del gigantesco, frondoso y centenario higuerón, un árbol con la misma historia en el tiempo que la piedra donde juraron lealtad a la paz y a la amistad aquellos dos muy altos gladiadores de la guerra magna: Simón Bolívar y Pablo Morillo.

Acudían a rezar. Ya habían cumplido con siete rosarios en siete días seguidos y el novenario caería, justamente, el 26 de julio. Qué incómodo problema para nosotros los muchachos. Mi abuelita, Carolina Pérez González de Castellanos no se cansaba de llorar al lado de todos sus hijos y muchos de sus sobrinos. Lloraba desde casi un mes antes de la partida definitiva del maestro carpintero Rafael María Castellanos Perdomo.
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Las fiestas patronales



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Lloró la abuela todos estos días siguientes al sepelio y yo le comentaba a mi hermano Pedro por qué la abuela lloraría tanto si estábamos de fiestas patronales; si había payasos en la plaza contigua al templo, si colgaban piñatas en El Victoró, en la calle Pablo Morillo de El Tanque y en Santa Rita, si había Palo encebado, en dos lugares diferentes, si Tonino Sánchez vendía su guarapo de fruto de tuna España más rojo y de mejor sabor que la cola champaña, si había ventas de golosinas que Ramón Pacheco había traído de Valera, si las melcochas y los caramelos de Ramón Lameda eran exquisitos, si los aliados que hacían donde la señora Toña Valderrama estaban a tres por locha.

Además se iban a lidiar en coleo cuatro toros y haría sus pases de pecho, entre miche y capote, un torero negro de quien sabe qué apellido, pues él se presentaba como Rafael Naranjo Osty y ya tenía dos años acudiendo a este evento, por el mes de julio, a que lo fotografiara en plena faena Felipe Vetancourt, hacedor de románticos retratos con su celebrada máquina de cajón. Pero también habría “suerte de cintas” en la cual, en buena cabalgadura, los jinetes más expertos desenrollarían la de su color preferido para las damas de sus corazones y “picaditas de ojo”. Las cintas estaban adheridas a cuerdas que iban de alero a alero en la calle principal, desde la casa de Corredor, el negocio de víveres y licores de don Ramón Colmenares hasta la Casa Verde, morada de esa santa mujer, que fué Victoria Villegas Pacheco de Sánchez.

También sería la oportunidad y esto estaba bien definido en el programa de las fiestas patronales, en que largarían por la calle de la iglesia, la calle Mariscal Sucre el cochino encebado y habría en la calle de la casa de El Peladero, la calle José Antonio Páez carreras en sacos y truenos expontáneos, calibrados en la simetría del buen uso de la pólvora, desde el trabuco de Pablo González, un vecino de mi abuelo que era también agricultor y jornalero.
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La procesión



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Y el 24 de julio, a golpe de mediodía todo el conglomerado regional, más los visitantes de Bolivia, Burbusay, Carache, Siquisay, La Plazuela, Pampán y Vitú, fueron llenando el camino ancho y accidentado, desde la salida del pueblo, por el callejón que conducen a las casas de Ceferina Andrade y de Victorio Pacheco y pasaron por la vivienda de “María Rita Villegas”, la partera que nos echó al mundo desde la matriz de Evangelista Villegas de Castellanos, siguieron hacia El Limón, siguieron por los aledaños del viejo cementerio y comenzaron el descenso hasta el encuentro con la multitud que traía a nuestra Virgencita de El Hato en hombros de prometeros, vasallos y creyentes.

Allí íbamos Efigenio Castellanos Pérez y sus dos muchachos y comenzamos el retorno para que la patroncita de los indios de El Hato, y de todos los santaneros, recorriera la totalidad de la población, desde El Vitoró, allí donde estuvieron asentados los bohíos de los Guandás y Vitoroes y donde hicieron su pasantía conquistadora los primeros encomenderos con la participación de sus encomendados, hasta la plaza de la hermandad, de la paz y del abrazo de Bolívar y Morillo, para dejarla más tarde en lugar especial y único, la iglesia, donde habría de permanecer un par de semanas antes de que sus súbditos, en florida ceremonia, la trasladasen de nuevo al campo donde tradicionalmente permanece el resto del año.

Desde aquel mes de julio 1943, cuando se despidió de la vida terrenal el maestro carpintero Rafael María Castellanos Perdomo, hace ya más de medio siglo, las fiestas patronales de Santa Ana de Trujillo han tenido sus variantes: se les han aditado nuevas manifestaciones dentro de las cuales, en muchas oportunidades algunas han resultado inclementes frente a la tradición; sin embargo han sido estimulantes para la acción conservadora del patrimonio espiritual e indígena, que ello impulsa a los habitantes más viejos de la población a expresarse como cuentacuentos sobre cómo eran y cómo tienen que ser las solemnes conmemoraciones de la adoración de Nuestra Señora de Santa Ana, y de la devoción por Santanita, la India de El Hato.

En las postrimerías de este siglo nos ha correspondido, en el mes de julio de 1995, hacer el mismo recorrido de aquello lejanos días y participar en las mismas ceremonias de ya lejana etapa vital, pero ahora ya no entre una exuberante vegetación y un grueso trepidar del cañoneo con trabucos de ancestral origen autóctono; ahora transitamos por una espaciosa vía en parte ya macadamizada, con tendencia a ser asfaltada para la venidera conmemoración, lo cual se debe a la acción de sanos principios y de rotundas ejecutorias de un hijo muy humilde del conglomerado parroquial, de un docente de reconocida actuación en la educación media, de un político de garra y trascendencia apegado a la dignidad rectora de sus progenitores, ejercitado en hacer el bien y en servir a todos indistintamente sin banderías ni parcelaciones políticas, Homero Godoy Sánchez, al cual me une el buen parentesco.



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Los esclavos de la Virgencita



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Uno y otro, por largo tiempo, eran quienes tenían el compromiso de cuidar de la virgencita durante su estada en El Hato y quienes tenían la obligación de adornarla de lo mejor para las fiestas de julio y luego llevarla de nuevo del pueblo a El Hato. Recuerdo, entre esos esclavos, a Luisito Fernández en su casa de El Hato vecina a la casa de paja donde naciera mi hermano Pedro Alfonso el 26 de noviembre de 1932 y a Miguel Gudiño, pulpero del pueblo a cuyo hogar siempre iba yo a hacer los mandados y luego a compartir las tareas con Santos.

La casa tenía dos entradas: por el portón grande que da al callejón que conduce a la que fuera residencia de Mamá Angustias y la otra, a la calle principal del pueblo con amplia puerta y vieja ventana sin celosías. En el interior, el patio, con el granado en flor o en fruto, el jazmín regalando aromas y el rosal preñado de rosas rojas. Hacia el solar, por el corredor enladrillado, con la cocina a la derecha y el horno de hacer el amasijo muy cerca, se podía ir al quitar la gruesa tranca de madera que parecía conculcar cualquier salida como en los cuentos de historia de remotísimas épocas de señores y vasallos. Y por todas partes se respiraba afecto.

En la esquina, diagonal al caserón de Regina de Cooz, en el cual mecía su belleza y era un poema a la ecología una palmera colosal, estaba la pulpería de don Miguel Gudiño, el dueño de casa. Parecía que era su propia configuración geográfica la que él señalaba detrás del mostrador, pues formaba como un rincón ese sitio, ya que al entrar por el portón grande del callejón o por la puerta principal de la calle, nadie molestaba ni interrumpía sus actividades. Y en la noche pasaba al cuarto, inmenso, con ventana antigua hacia el dicho callejón, a dormir su sueño de digno poblano y señor amo de casa y del trabajo para formar familia de fe y de moral, con un auxilio tierno, inmaculado, casi santo para satisfacer todas las necesidades del hogar; su mujer, Narcisana Villegas de Gudiño, quien era más de azúcar, de miel, de poema, de sinceridad, de cariño y de amor que de carne y hueso, como los recuerdo ahora, a todos, es decir, a ellos dos y los hijos, y algunos familiares de ella, Patricio con su desquiciamiento y José Rafael con sus tareas mercantiles y sus paso de luna, y ella con el recuerdo de la hija ida, que como en las Memorias de Mamá Blanca, de Teresa de la Parra, la cual había muerto joven, diáfana, inmensamente pálida, pero siempre impregnada de ternura.

Y esa casa grande fue siempre casa mía, y casa de mucha gente de pueblo. Casa abierta en todo instante a quien fuese, peregrino, montaraz o forastero, conocido o no, pero por sobretodo, ateneo o areópago. Allí –y ella lo pregonó siempre- encontró mi madre consuelo a su orfandad de niña pobre y culta y allí, pasados los años, habríamos de juntarnos para ensayar acciones de cultura un grupo de estudiantes de la escuela zonal, quienes planificábamos todo con método y con ansias de triunfo, integrado por Santos Gudiño, Inés Antequera, María Balbina Segovia, Dalia Sequera, Carlos Ramón Briceño, Ramón y Mercedes Ocanto, Fernando y Régulo Toro, que con una adolescencia pletórica de éxitos mirábamos como una mascota del grupo a la niña morena, de ojos de ensueño que apenas comenzaba en el referido centro educacional y que con fervorosa devoción de afectos simplemente la llamábamos Chela, hoy la doctora Graciela Toro de Guzmán, eminente profesional de la medicina.



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La República Escolar
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- Me extravié con lo más íntimo y caigo en cuenta que me he alejado del objetivo de la entrevista. Vuelvo los pasos sobre el camino andado, para acordarme del grande y popular Andrés Eloy Blanco. Vuelvo los pasos. En el año lectivo 1943-1944 las veladas artísticas, la exposición de manualidades y las charlas en domingo –qué gran fastidio que el maestro Barrios Parra hiciese estas programaciones en domingo- templaron mi espíritu, mi alma y mi corazón para lo hermoso, para lo bello, para lo diáfano, y el gran complemento, el tremendo refuerzo fue el siguiente año, final de mi aprendizaje en la escuela primaria; el espaldarazo de otro iluminado de la pedagogía, el maestro Edilberto Sánchez.

En una y otra aula, eran apenas tres, primero y segundo grado juntos; tercero y cuarto, igual y quinto y sexto; en una y otra aula yo tenía amigos, muchos amigos, y por supuesto, mis amiguitas. El maestro Edilberto Sánchez se dio cuenta de eso y al crear la República Escolar, fui Senador, o Diputado, pero el mismo maestro Sánchez azuzaba los ánimos para las discusiones sobre todos los temas relacionados con Huerto Escolar, Comedor Escolar, Biblioteca Escolar, Cruz Roja Escolar, Ropero Escolar, escenario, excursiones y tantas otras actividades.

Así, el maestro Sánchez, sondeando los ánimos, hizo que el taimado y siempre recordado compañero de quinto grado, Ramón Ocanto, hijo al igual que Merceditas –hoy Mercedes Ocanto de Cañizález- me propusiera como candidato a Presidente de la República Escolar. Eufórico recibí la postulación, pero en cuarto grado postularon a Jesús Sánchez Cortés, primo mío, aunque siempre andábamos encontrados en todo; peleados casi a toda hora, hacía como dos años que me había derribado de una cachetada en plena calle, y rodé sobre el duro piso de piedras, pero antes, casi inocentemente, cuando tendríamos cada uno como cuatro años de edad, yo le había lanzado una piedra que le hizo una heridita en la cabeza. Eso de que estábamos siempre enguerrillados lo debe haber analizado el maestro Sánchez y para las elecciones presidenciales de nuestra República Escolar iniciamos la campaña aquél y yo.

Grave pifia la mía en el primer mitin ante todo el alumnado de la Escuela; grave error en mi discurso que oía con atención mi contrincante, el aspirante por el cuarto grado, Jesús Sánchez Cortés. No sé de dónde me salió, porque todo sucedía con una naturalidad tan sincera, alumbrada por la sabia fuerza pedagógica del maestro Edilberto Sánchez, y el tal discurso era una improvisación, no sé de dónde me salió la demagogia y dije: A todo aquel que vote por mi yo le voy a regalar, cuando sea Presidente de la República, un cuaderno de a locha, de lo más bonito” y como el mitin era en presencia de los padres y representantes miré hacia donde estaba papá quien bajo la cabeza, no sé si estaba apenado por mi idea que le lesionaba su economía paupérrima o bajaba la cabeza para que no le vieran los ojos aguarapados por la emoción, como me ha sucedido con algunos sucesos memorables de uno que otro de mis hijos.

Mi opositor tomó la palabra después de la intervención del maestro Sánchez quien disertó sobre la Constitución, y aprovechando la oportunidad que le proporcionaba el proceso electoral que se realizaba, comentó aspectos importantes de los deberes y de los derechos de ciudadano. Este notable educador; después de los sucesos del 18 octubre de 1945, que echaron por tierra el régimen solvente y democrático del general Isaías Medina Angarita, apareció engrosando las filas de Acción Democrática pero era un hombre amplio, diáfano, enemigo del sectarismo y de la corrupción Jesús Sánchez Cortés comenzó su discurso derrotándome, volviéndome añicos. Dijo en clara y terminante voz: “Amiguitos, amiguitas: yo no les ofrezco cuadernos porque no tengo cuadernos, yo no les ofrezco nada, yo no necesito comprarlos para que voten por mi, yo le voy a ganar a Rafael Ramón porque ustedes lo van a derrotar dándome el voto”.



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El Presidente de la República Escolar
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El siguiente sábado fueron las elecciones. Se me olvidaba decir que me aplaudieron machísimo cuando terminé mi discurso político que ya mencioné, pero igual cantidad de aplausos recibió Jesús Sánchez Cortes, aplaudieron los alumnos, aplaudieron los maestros, aplaudieron los padres y representantes. Las respectivas urnas electorales estuvieron ubicadas en cada una de las tres aulas; los padres y representantes estaban en el ancho corredor sentados con la vista hacia la Dirección del Plantel. Los delegados en las Mesas Electorales estaban alegrísimos con su misión. La primera urna en ser abierta fue la de tercero y cuarto grados, me ganó Jesús por tres votos. Sentí como un corrientazo por todo el espinazo y una especie de vacío en el estomago. Vino luego el conteo de los votos de quinto y sexto grado; superé allí a mi opositor por cinco votos. Resulté electo. Creo que Jesús debe haber sentido lo mismo, un tremendo malestar como el que había sentido yo minutos antes. Vi al maestro Sánchez hablando con él cuando los aplausos eran generales.

El maestro Sánchez dio otra charla, pues nadie se había movido de los asientos, ni alumnos, ni padres y representantes. El maestro Sánchez enfatizó sobre las grandes ventajas de la democracia, sobre el libre ejercicio del voto y se lució en algo que no se había hecho aún en Venezuela. Señaló que en nuestra República Escolar iguales derechos tenían varones y hembras; el voto de la mujer fue su consigna y estaba enseñando alta política revolucionaria.

Cuando terminó su intervención, él como Presidente del máximo organismo electoral, llamó primero a Jesús Sánchez Cortés y lo felicitó por su campaña. Jesús Sánchez Cortés se acercó a donde yo estaba, en la segunda fila y me invitó al estrado, que no era tal, sino el mismo piso, allí me abrazó fuertemente, aunque un poco acoquinado y dijo a los electores: “Le deseo mucho éxito al Presidente de la República Escolar que ustedes han elegido, vamos todos a colaborar con él”.

Qué tremenda emoción la mía y la de mis seguidores. Al terminar los actos, salimos todos a pasear hasta la plaza de la iglesia y nos separamos en grupitos. La señora Petra de Segovia que había presenciado la ceremonia me llamó cuando pasaba frente al negocio suyo, o de Félix Segovia, su esposo me tendió su mano con un paquetito de galletas dulces que puso en las mías y me dijo “Que Dios lo bendiga, y al compadre y a la comadre también”. Después de almorzar me fui con mi hermano Pedro Alfonso para El Vitoró a visitar a mis madrinas: María Georgina Altuve de Andrade y dos de sus hijas, también madrinas mías Soledad y Dilia porque ese fue el deseo de mamá no más al llegar a la casa; papá sonreía medio esquivo y medio huraño.

Al caminar hacia El Vitoró, a cincuenta metros de mi casa que hoy es residencia del gran Pablo Azuaje, su esposa Aura Artigas y sus hijos e hijas, me dí cuenta que apenas, iba como atolondrado, la alegría sobre pasaba mi sensibilidad, pues un no se qué infinito me insuflaba y no me di cuenta que ni miré para donde estaba la admirable Francisquita Montilla, pero ella me llamó y entré al cuarto de su negocio que no sé si tenía pulpería, pero sí mostrador y armario. Me levantó en peso, me cargó por toda la casa y me bendijo.
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La política crea odios
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Bueno, sí que los hubo, pero si se lo cuento es para demostrar la increíble capacidad de enseñanza del maestro Edilberto Sánchez. En primer lugar, al otro día de mi proclamación como Presidente, ya calmado mi ánimo, iba yo hacia el Expendio de Medicinas de papá y allí, diagonal a la casa donde él tenía su negocio de Medicinas, en el pasillo exterior de la vieja casa de corredor había un grupito de adultos y entre ellos un hombre vestido de liqui-liqui blanco, a quién le decíamos El Moreno y cuyo nombre era Nicolás Leal, hijo de una magnífica señora que vivía en casa campestre muy bonita por la calle de atrás de la iglesia saliendo hacia El Tanque, pues, bien de pronto, con voz fuerte dijo cuando me vio acercarme dejó salir de sus labios un crudísimo improperio para agregar:

- Ahí viene Dios… Aquí pasa Dios… arrodíllense.

Y Conrado Ferrini Santander y Jesús Colmenares, a carcajadas, se arrodillaron mientras El Moreno lanzaba sobre mi persona toda clase de insultos, que por su horrendo contenido y significación, por mi capacidad de tolerancia, a pesar de mi corta edad, por la majestad del cargo con que acababa de ser investido y sobre todo, por mi gran formación hogareña y escolar, no me atrevo a repetirlos; pero si me atrevo a, deducir, una vez más, el origen y las características del mensaje de Nicolás Leal. Este episodio me hizo comprender que, cuando se trata de introducir en cualquier conglomerado cuestiones que atentan contra la rutina, las opiniones y las reacciones se dividen: los que van en pro y los que se empeñan en destruir, simplemente por destruir, tal como ocurre en buena parte de nuestra sociedad.

No le dije nada a papá, pero no sé qué extraña sensación sentí cuando Conrado Ferrini y Jesús Colmenares complementaron la acción innoble en la tarde cuando yendo yo para mi casa me asaltaron en la esquina de la casa de la escuela, en un corredorcito de la casa de Toña Valderrama y me rompieron un cuaderno, lo volvieron añicos además, trataron de desvestirme, y mi respuesta fue el llanto… ellos eran ya casi hombres formados; llorando llegué a contarle el percance a mamá. Sea por el amor de Dios –dijo- y se dedicó a hacer las arepas de nuestra cena.

En la mañana siguiente en cuanto entré al patio de la escuela vi en el corredor de la Dirección a papá, a quien en la noche anterior no había visto porque llegó después de las nueve, a Domingo Ferrini, el padre de Conrado y a una señora de la casa de los Colmenares. Cuando entramos al aula el maestro Sánchez aún estaba en la Dirección y no sé quién me llamó para que fuera a ese Despacho. El maestro Sánchez habló delante de los presentes entre quienes estaban también Conrado Ferrini y Jesús Colmenares.

- Bueno Presidente –me dijo- el cargo no es cualquier cosa. Todo Jefe de una República está expuesto a cualquier desengaño, aunque merece el respeto. Ya está subsanado el daño, los culpables habrán de ser castigados con el ejemplo de su palabra y su gesto. Abracé a Conrado y a Jesús y santas paces. Cómo me dolió tener que hacerlo, casi contra mi voluntad. Así debe ser la democracia –agregó el maestro Sánchez- pero yo quede inconforme.

Eso no me convenció mucho, se lo confieso, seguí guardándoles rencor a los dos grandulones, lo cual no he dejado a un lado hasta hoy. Lo mismo me sucedió con otro paisano que era trabajador en el taller de alpargatería de Elbano Caldera en la calle de atrás, al fondo de la casa que nosotros habitábamos. No sé porqué una mañana me acerqué al referido taller con Ricardo, un mozo amigo que criaba Margarita Villegas, y que era mi amigo y un trabajador, que por mal nombre llamaban La Ardita, me espetó un insulto:

-Epa carajito ique Presidente de la República… A Efigenio lo que le deseo que le salga usted un gran muérgano, un pretencioso de mierda, un borracho o un ladrón ique Presidente de la República.

Escupió fuerte sobre mis pies y me fui llorando, pero no dije nada en mi casa. Meses después me sentía muy mal cuando tenía que acompañar a papá que acudía a curarle una herida grande que se había hecho con un machete la mamá de La Ardita y allí estaba presente dicho sujeto.

Nunca he perdido la ruta espiritual y geográfica hacia el terruño. Voy frecuentemente, pues allí tengo la querencia ancestral, el amor infinito a los abuelos más remotos y a los que vinieron después, la casa vieja que ha sido hogar de varias generaciones de los Castellanos y sobre todo los amigos, los amigos de infancia aunque ya ninguno está ya en el pueblo, pero sí algunos de los familiares más antiguos de éstos. Tengo devoción en alto grado por la amistad y máxime por la amistad que floreció en mis primeros años.

Siempre hay decires maledicentes y enfermizos, que envuelven a toda la comunidad por lo que son como personas unos pocos, o por lo que hacen unos pocos. Yo he sentido en carne propia el pregón de esos conceptos generalizadores que alguna vez quienes los expresan los concretan con inmensa pasión. Un gran santanero al cual el pueblo le debe mucho, muchísimo, que lo fue todo en Caracas para favorecer a cientos de personas de allá, el grande Antonio Pérez Materán en varias oportunidades manifestaba algo que me molestaba, pero él tenía grandes razones para su chanza. “En vez de Santa Ana de Trujillo debieran haberle puesto el nombre de Malucolandia”, decía, pues que las ideas de los malucos o muérganos echan a perder el paisaje.

Pero más me afectaban los conceptos de mi padre quien recibió golpes arteros de uno que otro paisano y que también como mi hermano de amor telúrico al medio donde se nace, el ya mencionado Antonio Pérez Materán, decía las cosas como una superficial reacción cuando en el fondo adoraban a la tierra madre. Papá, lacónicamente apuntaba “Que el pueblo donde arrastraron a Cristo era Santa Ana de Trujillo”. Irreverente, iconoclasta, y decepcionado a sus noventa años se expresaba así, pero en Valencia, un paisano con raíces en aquel entonces en el pueblo, como un cuenta cuentos paranoicos, en un homenaje que en 1955 la colonia trujillana de Carabobo le hizo al maestro y virtuoso Laudelino Mejia, con un irrespeto dijo que había oído la siguiente anécdota sacrílega, que “un hombre a las puertas de la mansión de San Pedro, allá en la eternidad, esperando su turno para saber si iría al cielo, al purgatorio o al infierno, sintió deseos de hacer sus necesidades fisiológicas no líquidas y le preguntó a un guardia que dónde habría un sitio adecuado para tales fines y el vigilante le señaló una nube, una entre muchísimas nubes y le dijo: atrás de esa nube hay un hueco, hágase ahí. El etéreo sujeto regresó y le dijo que allí no podía ser, porque abajo, muy abajo, había un pueblo, muchas casitas, y el guardia ripostó: no tiene importancia eso es Santa Ana de Trujillo”.

Afectan estas maledicencias, pero son parte de la vida y de la historia.

Y el menor de los problemas que en agravios recibí como Jefe de la República Escolar, me los brindó Rubén Gil, a quien criaba Victoria Villegas Pacheco de Sánchez Pacheco. Este era mi amigo, aunque de mayor edad que yo, no recuerdo si estaba aún en las aulas de nuestra educación primaria y con el cual nunca había tenido ningún roce, ni entredicho alguno. Iba pasando frente al gran portón de la casa señorial de don Faustino Flores y de Blanca Cooz de Flores, la esposa, cuando lo vi en toda la esquina de la Casa Verde, la de él, la de su progenitora espiritual y en cuanto llegué a la tienda de don Pablo Azuaje que antes había sido establecimiento comercial de don Miguel Tálamo Lamanta, arrancó en veloz carrera con un cabestro enrollado en su mano derecha y me tiró el primer chaparrazo.

- Pa’ que te duela pretensioso, jumío… jumío.

Pero salí corriendo, acobardado y llorón, y me introduje en la casa de las Godoy, casa de Jumío es igual a fruncío, famélico, majincho, hambreado, cadavérico, que así llaman también a un pájaro negro siempre esquelético que se alimenta de garrapatas y anda sobre el lomo del ganado artísticas manifestaciones y de mujeres dedicadas al canto, al teatro y a la pintura. Allí me consolaron con el mayor de los afectos. A los dos días sería cuando lo supo Victoria y cuando salí de clases fui a su residencia mandado por mamá. Cuando entré al cuarto principal de ella encontré a Rubén arrodillado, me miró ferozmente y la honorable matrona le mesó los cabellos y le ordenó que comenzara lo que ya había ensayado:

-Rafael te pido perdón

Pero lo decía entre dientes, apretados los labios.

- Más claro, Rubén, por el amor de Dios, más claro, no me hagas coger una rabia.
- Rafael te pido perdón.

Y santa palabra. Se levantó y fué conmigo hasta donde estaba mamá en nuestra vivienda. Le entregó un papelito y a ella le dijo:

- Perdón, señora Evangelista.
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María Isabel Olmos
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En esos años iniciales de la década de los cuarenta una particularidad que emocionaba mucho era el tiempo en que en el mes de julio comenzaban a llegar los hijos del pueblo que vivían en otras ciudades. De todo ello me impresioné y aprendí mucho de la presencia en mi casa de El Vitoró de Juan Cortés Pérez, hijo de mi retía, o tía de papá, Victoria Pérez González de Cortés, esposa de don Miguel Wenceslao Cortés Angarita. Mi primo recitaba con una profundidad de voz de trueno, bellísimos poemas. Las veces que lo oí quedé sorprendido de su talento, de su señorío y de su bondad. Cómo recuerdo que a otra prima de papá, Egilda Sequera Pérez, hoy esposa de mi compadre Vicente Martorelli le dedicaba en una prosa florida, bellísima, poemas en prosa que él había escrito sobre el pueblo, y los leía con tanta donosura y tanto fervor que hasta mi imperturbable retía solterona, Florinda Pérez González, se extasiaba y le daba a cada instante bendiciones.

También rememoro entre esos hombres, en el retorno anual, que más que todo era esporádico, a un oficial de la policía de Caracas, Clodomiro Olmos cuyas polainas eran relucientes como un espejo y su impecable uniforme tipo liqui-liqui. Creo que tenían el escudo de Venezuela en relieve. La única vez que lo vi fué en casa de Domingo Montilla, su cuñado y ¡cuántos muchachos fuimos alborozados a verlo! En esa oportunidad me fijé por primera vez en una muchachita de esa residencia a la que yo no saludaba por aquello de la pelea de mamá con papá cuando ella paso acompañada de la madre y a al mía le dio por llorar y protestar, era pues un no sé qué del dolor de mamá cuando hablaba de las vagabunderías de papá y esta niña es hermana mía y fué en Caracas, ya casada y con hijos, cuando me acerque a su mundo, seguro ya de no molestar a mi adorada madre que con su pena y sus celos me hizo que a Isabel Olmos, este es su nombre, la viese siempre como algo molestoso, de lo cual ella no tenia culpa, es decir ser de parto de Susana Olmos, una honorable mujer que papá enamoró. Por cierto que estos Olmos tienen en la vida del pueblo una especial connotación, especialmente por una muy práctica y dinámica y valiente mujer que tiene en la historia un puesto de honor y que se llamó María Isabel Olmos, nacida en 1860 por allí mismo y la cual ya cuarentona, el 1º de marzo de 1901, acudió ante el juzgado del entonces Distrito Armisticio cuya capital era Santa Ana y dio origen a un documento que crea un precedente en el Derecho Civil Venezolano, el cual se me antoja transcribir porque son de esos asuntos que uno no olvida nunca, pues sería en agosto de 1946 cuando don Chico Cestari, Domingo Montilla y papá hablaban de esto muy en serio o muy en broma, la impresión en mi sigue viva y papitante. He aquí el testimonio:

Yo, María Isabel Olmos, vecina de la parroquia Santana, cabecera del distrito Armisticio. Estado Trujillo, mayor de cuarenta años, soltera, de oficios los propios de mi sexo y capaz para todos los actos de la vida civil, por la presente escritura declaro: Que de dos padres, tengo varios hijos ilegítimos bajo mi potestad y se nombran estos: María Socorro, María Juana, Eugenio Antonio, Leonidas, Marcelina del Carmen y Nemecia Olmos, todos son menores de edad, viven conmigo en mi casa de habitación, sita en el punto denominada “El Vitoró”, al norte de una entrada a la población de esta parroquia. Estos hijos los reconozco de conformidad con lo dispuesto por el Código Civil, como mis hijos naturales para que desde hoy fecha de esta escritura gocen de todos los derechos y prerrogativas que en su calidad de tales les confiere la ley establecida en dicho Código y en todas las que traten de la filiación de hijos ilegítimos. También declaro: que al acto de la concepción de dichos hijos no había en mí ni en sus padres, ningún impedimento no indispensable para contraer matrimonio, en cuya virtud y para seguridad de mis reconocidos hijos, otorgo la presente a presencia del Tribunal de este Distrito a quien suplico, lo haga constar al pie de esta escritura que firmará por mí por no saber yo hacerlo con los testigos de ley, el ciudadano Carmen de Jesús Flores, autorizando al ciudadano Cloromiro Sequera, para la protocolización de este instrumento en la Oficina de Registro del mencionado Distrito Santana. Febrero veintiocho de mil novecientos uno. Carmen de J. Flores. Testigos: Pedro Arroyo y Elías Sánchez. Juzgado Civil del Distrito Armisticio. Santana: veintiocho de febrero de mil novecientos uno. 9º y 4º. El anterior documento fue otorgado por su otorgante ciudadana María Isabel Olmos, a Presencia de este Tribunal que con tal fin y a solicitud verbal de parte interesada, se trasladó a la casa de habitación de la otorgante; que lo firmó el ciudadano Carmen de Jesús Flores y como testigos, Pedro Arroyo y Elías Sánchez, todos de este vecindario, mayores de edad y a quienes con la otorgante, conoce el tribunal y da fé de haber presenciado el acto. No se inutilizó la estampilla de ley por no haberla en esta localidad. El Juez.- Francisco M. Saavedra.- Eusebio Flores, Secretario.




(Fdo.) Melquíades Coz Fernández
El anterior documento lo presenta Cloromiro Sequera, y por no saber leer ni escribir rogó lo hiciera por él el ciudadano Melquíades Coz Fernández, quien previa aceptación le dio lectura y firmó en el original y protocolos. Los testigos hábiles fueron: Asunción Flores y Amador Saavedra, los cuales y yo el Registrador damos fé de conocer la identidad del presentante y que este acto pasó a nuestra presencia. Se inutilizó en el duplicado diez bolívares en estampillas y se agregó un sello.- Santana, primero de marzo de mil novecientos uno.




El registrador
(Fdo.) José Manuel Barreto
(Fdos.) Asunción Flores, Amador Saavedra
Derecho B. 14,oo



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Esa biblioteca de doña Victoria



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Se trata de la matrona ejemplar la pariente y comadre de mamá, Victoria Villegas Pacheco, que fue la esposa solitaria de Rafael Sánchez Pacheco. Por allí alguien refutó mis conceptos en cuanto a lo que voy a decir, ese alguien estuvo muy lejos del regazo y de la tutoría de dama de tanta majestad cultural.

Ella era dueña de una densa biblioteca que ocupaba buena parte de un cuarto anterior al de su dormitorio, allí en la tradicional Casa Verde que como la de Corredor y la Cural han sido símbolos de orientación para hacer la nomenclatura de Santa Ana de Trujillo.

En esta biblioteca en muy buena estantería de metal hice de niño muchas lecturas y algunas tareas; de niño que empezaba a buscar el destino en las bancas de la escuela. Allí por vez primera vi y hojeé ejemplares del más categórico de los órganos de prensa de Venezuela y de América: El Cojo Ilustrado; tenía también la adorable dama los primeros números de la Revista Nacional de Cultura, de Cultura Venezolana, la célebre publicación periódica del doctor José Antonio Tagliaferro, y de Onza, Tigre y León, todos de los Editoriales TOR y SOPENA, de Buenos Aires una publicación de temas infantiles del Ministerio de Educación.

Pero por sobre todo, allí estaban los 20 volúmenes del Tesoro de la Juventud que fue el abrevadero donde aprendí tantas lecciones inmaculadas y solacé mi espíritu con inmensidad de increíbles fotografías de lugares fabulosos de todo el mundo. Además había otros libros, grandes, empastados, gruesos, que no llegué a manosear porque ella no me dio esa oportunidad. Creo que eran volúmenes de las maravillosas ediciones Gallach o de las ediciones de Montaner y Simón. Siempre he pensado por qué pasé por esa grandilocuente fuente de cultura sin atenderle mucho a esas obras lujosas, con lomos y cantos dorados.

Doña Victoria, quien era una lectora infatigable, facilitaba libros en préstamo a mi madre, la cual tenia algunas novelas de Xavier de Montepín, de Alejandro Dumas, de Víctor Hugo, de Fedor Dostolevsky, de Paul Fevral de Daniel Dejoe, de Maximo Gorki, de Niquel Zevaco y no sé de quiénes más; ella tenía tal delicadeza cuando los leía que era como una primorosa niña bonita cuidando sus muñecas.

De las revistas El Farol, Nacional de Cultura, Educación, Billiken, Onza, Tigre y León, Viernes y Shell, tuve la mente, impregnada de sus páginas porque las había hojeado, una y otra vez, en ese cuarto-taller de la Casa Verde de doña Victoria Villegas de Sánchez, la gran matrona que allí recibía no solamente estas publicaciones sino también otras revistas como Para Ti, Bohemia, Selecciones del Readers Digest y libros, muchos libros. Le llegaban por correo y ella mandaba a Rubén Gil, criado suyo al que quiso como hijo, para que retirase los paquetes en la oficina respectiva que era la casa de habitación de José Manuel Barreto, aunque la administradora de correos era su hija Ramona a la cual llamábamos la niña Ramona Barreto, como llamaban los demás la niña Eugenia a una de mis tías y la niña Olimpia a otra dama, cuarentonas todas. Cómo brillaban las páginas de cada volumen del Tesoro de la Juventud, de una enciclopedia de muchos tomos que ella revisaba cuidadosamente cuando acudíamos a solicitarle ayuda para las tareas escolares. Yo a veces sentía deseos de arrancar cualquier carátula de El Farol para colocarla en la misma pared forrada de periódicos, meticulosamente dispuestos con el “engrudo” por mi padre, para que allí pagáramos los castigos Pedro, el hermano que me seguía, y yo, leyendo y releyendo páginas enteras. Doña Victoria recitaba de memoria páginas completas de Venezuela Heroica, la obra inmortal de Eduardo Blanco y cuando yo le preguntaba sobre alguna batalla y sobre algún otro episodio, me decía: “búsquelo en ese libro” y me señalaba tal obra, pero entre tanto ella comenzaba la narración emocionada, levantando las manos y, a veces, hasta aplaudiendo.

Tal vez hubiere sido posible realizar la hazaña y dejarle esa revista El Farol incompleta a doña Victoria si no se hubiese interpuesto siempre el don de la rectitud que nos enseñaban en el humilde hogar campesino y, por otra parte, esa majestad extraordinaria, ese darse por entero y con paciencia para prestarnos material de consulta, que fue la misión permanente de ella. Cuando reviso, uno a uno, todos los números que integran las colecciones de El Farol y la revista Shell que forman parte especial de mi biblioteca, vuelvo los ojos hacia Santa Ana de Trujillo, recuerdo a mi madre y a esa su prima, la matrona de la Casa Verde, desde cuyos corredores se contemplaban inmensos los potreros y los barbechos de Escún y de El Páramo, parecidos a muchos paisajes que, como adornos, miramos, una y otra vez, en El Farol que junto con la Revista Shell hicieron pedestal en el ensamblaje cultural de la patria.

Recuerdo mucho que ella obligaba a un compañerito mío, Rafael Andrade, por la cercana vecindad que teníamos a leer una y otra vez en el Libro Primario de Alejandro Fuenmayor, Rafael, el hijo único era como yunta de bueyes, de Ceferina Andrade, la de la casa-entrada al patio grande, del higuerón frondoso, la de la casa frontera hacia la toma de agua en el despeñadero de El Cujizal. Ceferina Andrade, mujer de hierro para la lucha cotidiana; tal vez por que la soledad la persiguiese era feliz con ser sencillamente la madre del tocayo, que no una más de las mujeres que tenía en el pueblo y en los campos Rafael Sánchez Pacheco.

Y pasaron los años Rafael se quedó en el pueblo y en su trabajo humilde disfrutó las delicias de una vida con tregua, con rumbos y sin prisa, jinete en su mula capitana, soldado de su propio filosofía de laborar para vivir con alegría y con la frente en alto, campesina la voz, campesina la idea, campesina la paz. Todo a la vez para hacerlo señor de su cosecha de forjador de buen hogar y de una disciplina que no varió nunca.

Yo en cambio me alejé de la tierra que al nacer me vio, de la patriecita que jamás he tenido lejos del corazón y de la sangre, y de la mirada y de la voz. He surcado muchos senderos y he saboreado la derrota y los triunfos, pero éstos me han recompensado todos y cada uno de los sacrificios. Quizás por ello no he estado tan cerca de quienes fueron mis mejores amigos en la primera edad, y entre ellos, Rafael el de Ceferina, pero jamás he pasado una página de mi existencia sin pasearme por las calles del pueblo, por las rutas de los campos vecinos, con la fe puesta en que todo aquel que en el ayer lejano tuvo la intimidad de mi cariño, vive por siempre en mi alma y en mis sentimientos.

Rafael Andrade, el tocayo, que siempre así nos llamábamos mutuamente, murió en 1987; ahora que ya está ausente, que ha tomado la ruta sin retorno que nos lleva al más allá, seguirá palpitando en mi mejor evocación, abrazándonos por aquel año nuevo de no sé cuánta lejanía o recorriendo los potreros de Escún, desde el Montonero de Zing hasta el Montonero de Teja, calculando la edad de las barbas de aquel admirable viejo de apellido Delgado, el de La Becerrera, o la edad de las manos arrugadas del viejo Rafael Sánchez, el de los barbechos circunvecinos, o la zamarrería creadora de Nicolás Mejía, mujeriego, labrador y silencioso. Nos volveremos a encontrar, tocayo-amigo.



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Las mudanzas y la gente del pueblo
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Siempre me ha intrigado la cantidad de sitios dentro y en las cercanías del pueblo, en donde habité bajo la rígida y provechosa disciplina de mis padres y en compañía de ellos, mis hermanos y mis hermanas, a veces mi tía Eugenia, o Leopoldina Viloria, una prima de mamá, y Ángela primero y, luego, Juana, las dos muchachas que ella formó y que luego, casaderas, nos dejaron aferrados al llanto a raíz de esas ausencias. ¿Por qué nos mudábamos tan frecuentemente si otras familias no?, pues recorro la geografía espiritual de la región y encuentro que don Eugenio Montilla siempre vivió con familia y pulpería en El Alto de Esticayí y después, quizás por 1948 –ya yo estaba por Boconó- se trasladó a la casa grande de la entrada hacia El Alto de Las Bruscas y El Valle Abajo frente a la de don Domingo Montilla que, además, albergaba en la parte de atrás, como en otra vivienda a la familia Olmos que por cosas del destino estuvo distanciada de la mía, pues en los mismos días en que yo nací allá en El Blanco, venía al mundo en este hogar una niña a la cual bautizaron Isabel, cuyo papá no era otro que el mío; don Rodulfo Andrade al costado del sitio anterior, hasta su muerte y su casa de familia, la de mi madrina doña Georgina Altuve de Andrade, por allí mismo, quien en 1944 se mudó para una vieja mansión de dos pisos en una parte, donde había muerto súbitamente la maestra carachera doña Romelia Aponte de Pacheco, entre la Casa de Corredor y la Iglesia.

Siempre en todos los tiempos tuvieron la misma residencia, don Emilio Pacheco, su esposa doña Juliana y su hijo Nicolás, pues Matilde se casó con don Octaviano Barreto, quien puso casa aparte; lo mismo Melecio Pacheco y sus hijas Zoila y Angélica, que después ésta casó con Benito Briceño; que por ahí está la descendencia, Miriam en especial, también educadora, dinámica facilitadora social y cronista del pueblo con ética y moral; la de doña Clarisa de Andrade con la compañía de la señora Olimpia y sus hijos, en especial José Felipe, también ejemplo en la didáctica y en la pedagogía y, en esta misma casa Braulio Andrade y sus hijos Ernesto y Braulio; desaparecida doña Clarisa, años después la ocupó Ramón Vale, de los Vale de doña Elba González, la cual ocupó vivienda al lado de la de doña Blanca Cooz, aunque sus hijos Juan Antonio, Cesar y Celia hicieron casa aparte, en especial la dama que casó con Emigdio Perdomo y habitó la misma vivienda hasta sus días finales; la de José Miguel Cortés y Teresa Villegas su consorte, que allí se le incendió la cunita a la niña Ligia, de apenas meses de nacida y sobrevivió gracias al Ser Supremo y a Efigenio Castellanos Pérez, mi padre. Lo mismo la de doña Fidelia Castillo de Artigas, la de Ño Pedrón, que así llamaban a don Pedro Torres y sus hijas, amigas y compañeras de mamá auxiliándole en el lavado y planchado de la ropa; la de don Rufino Sequera y su esposa, mi tía abuela Isabel Pérez González; la de don Wenceslao Cortés Angarita y su consorte mi también tía abuela Victoria Pérez González; también la de Baldomero Pérez y su compañera Eulalia Materán, con sus hijos, Simplicio Antonio, Petra, Andrés, Ramón y Baldomerito, ya hablaré de esta insigne mujer.

Así, sucesivamente, la de Pablo Antonio Andrade, don Elías Sánchez, Rafael Sánchez Pacheco, Juan Pablito Vásquez, Débora o Dionisia Andrade que crió a José Ángel, a quien recuerdo nervioso, hiperquinético, cazador de conejos en el cementerio viejo; la de Tonino Sánchez, Luciano Caldera, Rita Villegas y Eloisa Caldera en la vía de El Limón, Pedrito Sánchez, Ceferina Andrade, Victoriano Pacheco, Francisquita Montilla, que su hijo adoptivo, Gonzalito casó con Ramona Valbuena, la cual enviudó pronto y tiempo, después formó hogar con el artista y maestro Ulises Ferrini por la calle Páez frente a la casa actual de mi prima hermana Espíritu Sánchez, viuda de Godoy. Ramona era hermana de Teófilo Valbuena, a quien siempre le colaboramos, pobremente, en su ceguera total y en sus angustias de ermitaño; la de Antonio Artigas que bajó de El Vitoró, al lado del cementerio de los pomarrosales y se ubicó enfrente del cuarto de Juan Ramón Briceño; en su casa que fue vecina de una de las que ocuparíamos los Castellanos Villegas, falleció una mujer joven, negra preciosa y afanosa que un mal día amaneció en un alarido que nos trastornó a todos, pues así padeció durante meses hasta que se alivió con la muerte; al frente un cuarto de estudio, porque era realmente estudioso, de Juan Ramón Briceño Paredes; y de allí hacia el norte ni una casa sino gruesos tapiales que llegaban casi hasta el patio de la vivienda de Ceferina; abundaban en este sitio los conejos de monte, las perdices los jumíes, impasibles pájaros negros, y los cardenalitos, pues que el cableado de la luz eléctrica y del telégrafo era escenario de cientos de golondrinas. La de los Mazzey, que fue morada de Juana Antonia Paredes de Castellanos, viuda que era de tío abuelo José Antonio Castellanos Perdomo, con sus hijas Ana Jacinta, Ramona y Consuelo.

Al frente de la de mis primas la de don Francisco Capozzoli y su esposa doña Amelia Vale González; la que tenía alquilada Ramón Godoy Castillo, en donde murió de parto primerizo su esposa Socorro Montilla, esbelta, larga y bella, muy parecida a una vecina que casaría con Pablo Antonio Andrade y que bien pronto también moriría de igual motivo, la Casa Verde de doña Victoria Villegas Pacheco de Sánchez Pacheco, la del catire Emiliano Sánchez, la de tienda de don Miguel Tálamo regentada por don Pablo Azuaje, la de Victor Muñoz al frente, calle por medio del negocio de don Fernando Toro y por la calle de atrás, donde se mira hacia El Hato desde los solares, la de Margarita Villegas, José Rafael Villegas, Elbano Caldera, la pulpería de Eustasio Gudiño, pariente mío por parte de madre; la de Ricardo Gudiño; en la esquina a El Limón, diagonal a los gruesos tapiales de un solar grande de los Sánchez y al pie del cafetal de Susana, la madre de Víctor Pacheco, siempre silencioso y paciente y después maestro de escuela de labor constante; en la otra calle de atrás, con vista a Escun y El Páramo, la de Modesto Villegas y Mariana; cuesta abajo la de Lorenzo Sánchez Pacheco. De la de Margarita Villegas hacia El Albañal, la de Ramón Godoy con sembradíos conucales; un poco más arriba la de Santos Castillo a quien le decían Santos Cayeto, fabricante de empanadas inmejorables.

También siempre fue la misma residencia la de don Faustino Flores y su esposa doña Blanca Cooz, la de doña María José de Godoy, la cual era un Ateneo florido con hijas e hijos artistas del pincel y de la música; la del señor Quevedo, casado con Isaura Villegas, en donde después vivió don Carlos Queremel, coriano, músico y telegrafista, la de las Castillo, con Diega, Isabel y Agapito, así como Josefina Sequera, a la cual criaron y de quien nació un hermano mío de nombre Francisco Sequera -Chico Malo- entre enconos, disparos, refriegas y un carcelazo para el intruso Efigenio Castellanos Pérez; la del citado Tálamo y doña Fabriciana Pacheco, su esposa; la de la señora María Antonia Valderrama, viuda de Castellanos; por cierto que al pie del solar, de estos últimos, en la calle Páez, las residencias de Eustasio Rodríguez, Adela Rodríguez y la prosapia de otro familiar por parte de mamá al que más que por su patronímico conoceremos como Juan Rico, la de los Tálamo Santander; la de don Domingo Ferrini y familia, la de las hermanas Santander, hacendosas y de sensibilidad artística también; así como Francisco, hermano de ellas, quien tenía casa aparte por El Limón; ellas criaron a Crisanta Materáno; que allí tuvo a su niño Emiro, hijo de un hito de amor con el maestro Enrique Canelón Cestari; la de don Fernando Toro Sánchez y doña Crisanta; la de don Miguel Gudiño, indio puro e inmaculado y de su esposa doña Narcisana Villegas, con varias hijas, y entre ellas Santos, camarada en la escuela, y un único varón, Miguel Enrique; la de las Fernández al frente, cuyos nombres eran Hilda, Reginita y un nombre que se me escapa; las que no sé porqué llamaban Las Taparitas que criaron a José Hilario García, poeta locuaz y malabarista; la de doña Regina de Cooz, casa de familia y de pensión, de fonda y de jolgorios navideños; la de Ramón Pérez y familia, la de Juan María Villegas y la señora Pastora con la familia, la de Bernardo Acevedo, el peluquero, la de las Rodríguez, quienes criaron a Antonio Ramón Paredes; las casas grandes de mi abuelo materno, que en apresurada partición se perdieron, situadas una al lado de la de los Gudiño y la otra, frente a las Rodríguez; la de don Francisco Cestari, la de Guillermo Vásquez, su venta de carne, con sus hijos Juan, el guitarrista y Vale Toño, don Félix Segovia, su esposa e hijos que una de las hembras María Balbina fué compañerita en la escuela.

Al frente una casa de pocos metros de frente, pero alargada hacia el fondo donde las fiestas patronales del mes de julio era ocupada por sus dueños, así lo suponíamos, y ello causaba protesta virulenta del cura párroco Bertolomé Ocanto, de las familias de los alrededores y hasta de la misma policía, pues llegaban las señoritas complacientes que aunque de allí mismo, vivían en Trujillo o en Valera ¡Qué de altercados! Y los contusos y los heridos los atendía Efigenio Castellanos Pérez, a 30 metros, pues ya tenía botica y el Dispensario en la esquina diagonal a la Casa de Corredor, donde antes instalaban una buena tienda, entre junio y agosto, Santiago y Lorenzo Artigas Castellanos, primos hermanos de mi padre y prósperos comerciantes en la ciudad de Valera; la de los Villegas, nueve hermanos entre mujeres y varones y la de doña Victoria González de Pérez, mi bisabuela y algunos de sus hijos e hijas; teniendo en la esquina, separado de la casa grande por una gruesa pared y una puerta “condenada” las habitaciones mi tío abuelo Benjamín Pérez González, viejo capitán de nuestro ejército; más hacia el sur, la vieja Casa de la Cárcel, Jefatura Civil y callejón por medio las hermanas Paredes, al frente la familia de Ana Dília Vásquez y a un lado de la de estas, la de Rafael Vergara y su familia.

Atrás de la iglesia, hacia el fondo de La Joya un inmenso caserón escondido entre árboles y camburales, donde habitaba el padre Bartolomé Ocanto, quien también disponía de la Casa Cural que, según los entendidos, le disputaba a la casa de los Perdomo, descendientes de un prócer civil de la independencia, Matías Perdomo, el privilegio de haber sido el hospedaje tanto del Libertador como del general Pablo Morillo aquel 27 de noviembre de 1820; en esta vivienda murió hace poco tiempo la pariente Julia Perdomo de Montilla. En la calle de más al fondo, entre la iglesia y un callejón hacia El Tanque, la casa de una señora a la que llamaban La Chonga, más a la izquierda la que después fue de Modesto Castellanos, mi primo, viejo, achacoso y un poco “extraño” y, metida entre el monte y un cerrito la de la señora Leal, con sus hijos Nicolás, del cual hablo en otra parte, a quien llamaban El Moreno, otro que se fue para la Marina, nominado El Mozo, el cual murió en un navío de guerra y Justiniano, El Chiche, que casó con Victoria Segovia. Por el lado de la calle Sucre, al pie del solar de éste la de Ramón Lameda, la de otra partera a quien Pedro y yo llamábamos Mama Angustias, quien era abuela de uno de mis compañeros de travesuras Juan Estrada; más abajo la de las Valera: la niña Olimpia, la niña Fidelia y Mano Goyo, que quizás nunca supimos que de pila su nombre era José Gregorio Valera. Hacia la iglesia la de Rosita Pineda que crió junto con sus hijas a Omar Pineda después extraordinario periodista y Rosalía Pineda, a José, Manuel y Fermín, hijos de Sinforiano Cáceres, quien había enviudado de una hija de la matrona de la casa, la cual vivía con sus otras hijas Ana Cristina, Carmen y Josefa, cerquita, solar por medio, la de don Ramón Segovia y Dídima Montilla, su esposa, la cual murió de parto creo que en 1943 y ahí está el niño de entonces, “el compadre Jonás Segovia Montilla” como dice mi hermano Jonás José Castellanos Villegas, casa que ocuparía después Carmen Antonia Segovia Montilla; la de la familia Terán que cuánto recuerdo a Adelis y su lealtad; la de Isabel Sequera Castillo, con sus hijos Servando y Antonio, casada ya con un fotógrafo ambulante de apellido Vetencourt, quien pasaba la vida de pueblo en pueblo, siempre visitante durante los días de las fiestas patronales; luego la de don Antonio Antequera, esposa e hijos e hijas y entre estas, Inés, una de mis compañeras en la escuela y el varón y al que conocíamos como Antequerita, el Toñeco. La de don Máximo Vásquez y más tarde, colindante, la de mi padrino Rafael Perdomo y su consorte, mi madrina Soledad Andrade Altuve -Solita entre los más íntimos-.

Sería larga la mención de todas estas viviendas en mi época de niño porque la geografía espiritual si no se cultiva tiene zonas que se van achicando y se hace poderoso el olvido, mas continuemos: en la calle Páez, la de Merceditas Cooz y su ejemplo fundamental en los hijos José Jesús, Alejandro y Rosaura; la de Agapito Terán y su esposa Carlina Perdomo, quienes dieron entre su progenie a dos insignes médicos Juan Bautista y Antonio Terán Perdomo; la de Juan Briceño, que más lo conocíamos como Juan Ciénaga, pues venía de este sitio en los alrededores de La Becerrera y sus hijos Roseliano, Edelmira, Angélica, Elide e Isidra, quienes después harían familia aparte, especialmente el varón con su matrimonio con doña Josefina Andrade y la última de las damas, sacrificada mujer de mil méritos, casada con un primo hermano de papá, Segundo Castellanos Saavedra, tan lleno de irresponsabilidad familiar; la de las Santiago, especialmente Julia, a la que tanto quise porque sabía estimularme en mis largos cuentos de lo mítico maravilloso; pero volvamos a la Calle Arriba, que de la casa de Corredor hacia el sur así la distinguíamos pues era la Calle Abajo, la que terminaba en la casa de Ceferina Andrade, donde comenzaba El Vitoró; esta Calle Arriba llegaba hasta la vivienda y tienda de don Hilario Sequera, ya que aquí comenzaba Santa Rita.

En esta Calle Arriba, que era la calle Bolívar, citemos las viviendas del señor Amador Godoy; la del señor Juez, don José Manuel Barreto, y sus hijas Ramona y Daría, ésta casada con el súbdito italiano don Víctor Siervo, pero también ésta era la residencia de Tito González y su familia, a veces, así como de Marcos Ortiz que casado luego con Griselda Andrade Altuve hizo hogar en la casa de El Limón, y son los padres de Chemaría Ortiz, a quien le gustaba que lo llamaran El Chaco, que así molestaba a sus tías, especialmente a doña Josefina Andrade Altuve de Delgado.

En medio de estas dos viviendas estaba un patio con rosas, pensamientos, hortensias y tu y yo, que llamaba la atención y al fondo la morada de doña Toña Román de Flores y entre sus descendientes Chela que casaría con Antonio Álvarez un personaje que llegó al pueblo como Jefe Civil en ¿1946?; también Alba Marina, pero en especial allí vivía una dinámica facilitadora de actividades culturales que hacía veladas, que organizaba sesiones de teatro, canto, manualidades, cestería, cerámica, clases de pintura y dibujo y tantas cosas más: era Victoriana Flores, esposa del señor Quintilio Román y familia también de la niña Lucía Flores quien era la Directora de la Escuela de Corte y Costura junto con Conchita Tálamo, Subdirectora; muy cerca la de doña Adelaida Matheus y su hijo José Jesús, quien sería un eximio educador, sitial donde después vivió Tomás Barreto y su esposa y pared de por medio una casa que le construyó Demetrio Villegas a Imelda, de la cual hablamos en otro lugar, pero este personaje y ella, ya con prole, se fueron del pueblo, entonces la ocupó el telegrafista Valera Ochoteco.

La del coronel Benjamín Marín y su familia, la del señor Juan Villegas Angarita, la de las señoritas Julia, Josefa y Conchita María Domínguez; la de Parmenia Villegas, pariente por parte de mi madre con su hijo Julio Luis Andrade, al cual reencontraría en Caracas en 1954 al lado de Elio Villegas y entrambos en actividades fílmicas con Bolívar Films; por cierto que en esta casa vivió mi padrino Rito Briceño, quien como digo en otra parte murió de extraña enfermedad, de la cual fallecieron después, ya que la vivienda la ocupó mi tío abuelo Luis Felipe Pérez González, dos o tres de sus lindas hijas; la de Juan María Santiago, viejo juez, con su familia, especialmente don Pedro León; en la esquina, calle por medio de la de Ramón Colmenares, que después ocuparía Manuel Graterol, la de mi tía abuela Isabel, la cual era madre de Otoniel, ejemplo de buen comportamiento ¿Sería verdad que este primo era hermano por parte de padre de don Pedro León Santiago?; por los lados de El Tanque la de Jacinto Benítez, con negocio que antes fuera de Sebastián Villegas Marín; la de una elegante señora solitaria, cuyo hijo se había marchado hacía Caracas, la cual no se porqué la llamábamos La Malacantana; la de José Dolores Quevedo y otras viviendas más de cuyos moradores he perdido la remembranza, la de Nicanor Fernández casado con una hermana natural de mi madre, Dolores Aldana.

Al lado de la Casa Cural o Casa Parroquial, la vivienda del maestro carpintero Rafael María Castellanos Perdomo y de Carolina Pérez González de Castellanos, mi abuelo y mi abuela paternos; vieja casa que ocupara el bisabuelo Saturnino Castellanos de La Torre y que perteneció a los Castellanos hasta el año 2000; más allá la de las Santiago y en las cercanías la del también maestro carpintero Pedro Aldana, a quien ví una tristísima mañana de mayo salir del pueblo amarrado junto a todos los de su hogar, uno detrás del otro y, así, sucesivamente, entre policías y guardias nacionales, y con ellos Pedrito, mi compañero de escuela, a quienes a pie se los llevaron para Trujillo desde donde, dicen, los sumaron a la caravana de enfermos que llevaban para la isla de Providencia, en el lago de Maracaibo; poco más adelante estaba la casa del señor Pedro Ocanto, quien llegado de su escondite en las montañas de La Pica y El Pie, en un arrebato de locura, pues se le perseguía supuestamente por ser lazarino, apuñaleó a la esposa, la cual murió en el acto. Creo que esto fue en enero de 1940; callejón de por medio la casa de Aquilino, compañero en la escuela alguna vez, repartidor de la correspondencia que llegaba a la Estafeta de Correos y de cuya familia no tengo otros recuerdos; ya aquí la calle tenía y tiene al frente el alto muro de la Plaza Armisticio. A 50 metros hacia el sur, que es la vía hacia El Pozo, El Llanito y Los Guamos se unen las calles Bolívar, Sucre y Morillo que así está en la nomenclatura la de El Tanque.

Por el otro costado de la calle, al lado de la del señor Amador Godoy, la de mi tío abuelo Alfonso Pérez González, siempre llorando la muerte de su esposa, casa que después fue la de mi padrino Guillermo Andrade y de doña Nice, la esposa, de la cepa de los Villegas Román cuya familia vivía más hacia la Casa de Corredor y de los cuales recuerdo a Luis que una vez llegó para la navidad, uniformado, pues ya era subteniente de nuestro Ejército; su gorra con escudo y ribetes dorados me la puso Teresita, una hermana de él, pero, por sobre todo vuela mi memoria a una tragedia que mi hermano Pedro y yo la vivimos en la alborada dominguera después de haber asistido a la misa, pues junto a la iglesia jugaban béisbol y el primer altercado sucedió en la almohadilla de primera base que la cubría mi compañero de aula Fernando Toro Sánchez, pues al batear Nino Artigas corrió sin éxito para embasarse y cómo resultó ao (out) tomó dicha almohadilla, que era un ladrillo, y golpeó en la espalda al contrario, mas con la intervención de Juvenal, el sacristán, se solventó el asunto; sin embargo más tarde cuando bateaba Juan Vicente Ocanto se le escapó el madero y golpeó en el pecho a Benjamin Villegas, quien cayó al suelo, pero se recuperó inmediatamente. Pasaron los días y al amanecer del lunes, siguiente a la inauguración de una exposición de manualidades en la Escuela Federal Graduada “27 de noviembre de 1820” alguien buscaba a papá, de urgencia, porque “Benjamincito no puede respirar”; fueron inútiles los desesperados esfuerzos del práctico médico chamarrero y de toda la familia, pues el joven amigo moriría antes de caer la tarde. Soportó dolores y penalidades sin decir nada hasta cuando ya no resistió más.

Al lado de la morada de mi padrino Guillermo puso un negocio de vida efímera Ramón Ocanto, quien a raíz del suceso trágico que ya narré, se quitó este apellido y simplemente comenzó a hacerse llamar Ramón Méndez; pronto este lugar fue ocupado por un comerciante corpulento, áspero, fuerte y rudo llamado Bonifacio Vásquez, compadre de papá, casado con Mariíta Castellanos Saavedra, mi prima segunda; la casa contigua era la doña Filomena Sequera, casada con Justiniano Paredes, personaje que se había marchado del pueblo y la dejó con dos hijas a las que muy bien supo criar, Carmen que casaría con Ezequiel Andrade y Dulce María que sería la esposa de Demetrio Azuaje.

Seguidamente la casa grande de Fernando Castellanos Perdomo, hermano de mi abuelo, casado con doña Carmelita Saavedra y quienes vivieron a la espera del regreso del hijo mayor, Benigno, el cual un día cualquiera se ausentó sin dejar huella; mas en la subida hacia Santa Rita la casa de aquel viejo de barbas blancas, alto, ojos azules y gran jugador de bolos, del cual nada más recuerdo y enseguida la vivienda de Rita Terán, con varios hijos e hijas, a los que bien formó labor de afanosa hacedora de aliados, especialista en materia prima para el mondongo dominguero, en aderezar vísceras de res y en hacer exquisitas morcillas; por allí mismo, la vivienda de alguien a quien conocimos como Eusebión, del cual se tejían historias de su valor, de sus venganzas y de su arriesgado temperamento y entre muchas otras casas más hacia la ruta a Trujillo la de Chico Sánchez, su pulpería y su familia; de aquí en adelante el camino hacia La Plazuela, con una vivienda en El Pozo, que pertenecía a otra mujer trabajadora la cual ya cité, María Pragedes; del Llanito de las Mujeres sólo evoco la fracasada curtiembre de Justiniano Paredes y años después la casa y el negocio de Salvador Artigas.

Casas de los aledaños, casas campestres sobre la majestad limítrofe del pueblo, más allá de las últimas del callejón de El Peladero, llegando a la quebrada la de Ceferino Vitorá, al cual me unió el cariño de siempre, de uno de sus hijos, el valiente, peligroso, rápido y calculador José Vitorá, a quien siempre le aplicamos el mote de Estoraque y quien, para mal y para bien, tuvo una agitada vida entre cárceles –hasta la de El Dorado- y lances personales. Otra amenísima casa de campo, la de Efraín Andrade, en San Pablo, zanjón hacia El Hato, donde había flores, conuco, muchas matas de guaje y berros en las orillas de la cristalina corriente; otra, la del pariente Ramón Pacheco, entre La Arenita y El Blanco, que un poquito más abajo construyó vivienda Santos Pacheco cuando casó con Esther Caldera; la casa escondida entre maizales y cujíes de Ramón Táchira, hacia El Cujizal; la de Patricio Villegas, de memoria extraviada el pobre pariente, allá abajo en El Zarzal o El Espinero, de la vivienda de mama Rita Villegas hacia el Cangilón de La Joya; así como la de Pragedes, en El Pozo, de la cual, en la sabana que seguía al patio, basamentó un campo de beisbol, Omar Fonseca, con un hermano de Josefina Blanco, quien tenía vivienda frente a la de don Victorio Infante, que Omar lo había criado donde Epifanio González, peluquero, agricultor y rezandero, mientras que su hermano, Pablo González, el trabuquero de las fiestas patronales residía en la vecindad de mi abuelo Rafael María Castellanos Perdomo y, por último, aunque se me han perdido en la memoria muchos nombres y muchos sitios, la de Arturo Morales, casado con una hermana de Vicente, Concho y Pancho Ferrini, que unos tenían vivienda frente a las Castillo y las Tálamo y él último por el lado de la Cruz de Mayo, en la calle de atrás, al pie del solar de doña Victoria de Sánchez Pacheco; por esos límites de El Pozo con la vieja Caja de Agua también vivía Jesús Salvador González Ferrini hacia El Quemao, que por esta Caracas anda y labora su hijo, Rafael Antonio Montilla, con quien recuerdo siempre a su tío Ulises, filósofo, poeta y loco y a sus tías María Ángela y Dioscasta.

Pero si el objetivo era hablar de cómo los Castellanos Villegas nos mudábamos con frecuencia, ahora resulta que he elaborado una especie de censo de población y de urbanismo, en donde, por cierto, ya me han dicho los lectores íntimos, que soy incongruente, pues a unos los cito con el aditivo don, doña o señor y a los más, simplemente, por sus nombres, pero confieso que así aprendí a mencionarlos y a fuerza de costumbre, así los refiero ahora.

No tengo idea de la casa de El Blanco, donde nací, sino cuando ya niño de cuatro años, llegaba mi madre hasta el sitio y daba infinitas gracias a Dios por haber nacido allí yo, después de varios abortos; y gracias daba también a las Andrade y a mi tía Eugenia, y “al compadre Aparicio” y al pariente Ramón Pacheco y “al compadre Rodulfito”. ¡Cuántas veces la vi llorar allí, arrodillarse y besar el piso de la vieja casa! Tampoco tengo pensamiento alguno que me acerque a la siguiente vivienda que ocupamos más tarde al lado de la casa de las Andrade, donde después vivió don Eugenio Montilla al bajar desde El Alto. Igual me acontece con el sitio de El Hato, donde el 26 de noviembre de 1932 nació mi hermano Pedro. Ahora ya penetro a la razón de los recuerdos firmes: la casa frente a la de La Arenita, un poco más abajo, en la esquina diagonal al cementerio. Allí quizás vivimos algo más de un año y allí nacieron Dora y Gloría, las gemelas, el 7 de octubre de 1934.

Como bajando de la cima porque El Alto es una cima, pasamos a vivir en la casa frente al botalón, al ambiente de la caballeriza de las mulas de los Sánchez, en la punta de La Vereda, frente al declive hacia el sitio de protección de la mula de Pablo Antonio Andrade y frente al cuarto de tienda de la casa de los Sánchez. Año y seis meses allí y en 1937, otra vez bajamos para ocupar la casa del recodo, al lado de la de Ceferina Andrade, donde vino a la vida Jonás José el 19 de junio de 1937, vivimos hasta que surgió un inconveniente cuando el doctor Antonio Sánchez Pacheco asumió la defensa de un sujeto de nombre Lucas Lugo, o Terán, o Montilla, quien al asalta la vivienda campestre, cerca de El Llanito de las Mujeres, apuñaló por doce veces a mi tía Ana Rafaela Castellanos de Osechas, cuyo esposo Francisco, Pancho Osechas era el guardalíneas del telégrafo y estaba ausente; entonces papá resolvió distanciarse de los Sánchez.

Ahora nos tocó mudarnos al otro extremo, allá al final de la calle Páez, a un lugar de mucha paz, tranquilidad, sociego y soledad, la casa de El Peladero, con buen solar y pisos de cemento -qué suerte- que habían desocupado el profesor Antonio Cortés Pérez y su esposa, Aura Canelón Cestari, quienes se marchaban del pueblo. Buena vecindad como a cien metros la vivienda de Eduvigis y su familia y hacia la quebrada, la de Ceferino Vitorá. Allí nació el 26 de agosto de 1939 el penúltimo de la familia, Arturo Luis.

En 1942 -y eso sí que lo tengo bien claro- porque en la escuela hubo tareas especiales por el centenario del traslado de los restos del Libertador a Caracas- pasamos a vivir en la casa que había desocupado Ramón Pérez, quien con su familia se había marchado del pueblo; ahora teníamos de vecina a doña Regine Cooz a la derecha, pues a la izquierda estaba una edificación abandonada, propiedad de mamá; en esta vivienda vino al mundo el 30 de noviembre de 1942 Liria Lourdes, es eslabón final de la génesis Castellanos Villegas. Dos años después nos fuimos a la casa que ocupara don Octaviano Barreto, frente a la de don Pedro Briceño y su esposa Josefa Paredes, de aquí la familia Castellanos Villegas tomó rumbo hacia Boconó en la búsqueda de educación para todos. ¡Cuánta tristeza! Al dejar la patria chica, definitivamente, aunque papá estaría año y medio más en el pueblo, del cual, al igual que mi madre y yo, jamás nos separamos nunca.



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La Pulpería de don Eugenio Montilla



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Me quedó por siempre la clara impresión de la pulpería de don Eugenio Montilla, en la hermosa y vieja casa de El Alto, un lugar convergente y de encrucijada que ayer era camino para los que viajaban entre los vecindarios de La Loma, El Pie, La Laguneta y Santa Marta, en las cercanías de Santa Ana de Trujillo, y allí se detenían a platicar, a cerciorarse de los múltiples acontecimientos en diez leguas, o aún más, a la redonda; a averiguar el precio del quintal de café, o del litro de aguardiente patentado, que a veces, o casi siempre, se quedaba en el armario de rústica madera porque el aguardiente zanjonero –sin licencia- era no sólo más barato sino que hasta más bueno, cuando en realidad era más perjudicial al organismo especialmente por los residuos de óxido de cobre que contiene, proveniente de los aparatos de destilación clandestina.

Allí se concentraba gente de todas partes, pues además, el lugar tiene paisajes extraordinarios para otear los lejanos llanos de Monay, por el oeste, o los fértiles barbechos en la verde policromía de los distantes contornos de Carache, hacia La Cuchilla, Casaña, Escunn y La Laguneta.

En las tardes de los días de labor o durante sábados y domingos, los hombres entraban al negocio a beber un buen trago o a oir al intérprete de la guitarra ancestral que le arrancaba viejos acentos y aun diapasón de canciones más recientes, pero cuando éste se cansaba, el pulpero ponía en funcionamiento la vitrola de manigueta y la voz de Carlos Gardel, o de cualquier otro maestro del tango, del cantejondo, de la polka, de la mazurca o del fox trot, contagiaba de más alegría el ambiente.

Algunos comentaban los acontecimientos más recientes en campos, conucos barbechos caminos, montañas, zanjones y veredas; otros en las cercanías apostaban y se divertían con un juego denominado bolo y en el cual privaba la suerte, la agilidad del lanzador, y que la pesada bola de madera tocara, a más de veinte metros de distancia, algunos de los tres trozos también de madera denominados cheques de unos 25, 30 y 40 centímetros de altura, respectivamente, con valor de 5,7 y 12 puntos, pero si se lograba no sólo tumbar alguno de ellos sino impulsarlo por encima del matacho, un grueso tronco ubicado horizontalmente más atrás, entonces se duplicaban los guarismos a 10, 14 o “echar la mocha” que significaba 24 tantos.

Todo esto daba oportunidad a diferentes tipos de apuestas y en este caso las jugadas de Matipongo, por ejemplo, cuando el lanzador no lanzaba de nuevo y se quedaba con los puntos que habia logrado en el lanzamiento anterior y que era su aval para enfrentarse a un retador quien tenía que superarlo para ser el ganador, pero como la apuesta era sobre lo que había logrado si se pelaba el otro le gana con cualquiera de los polos que tumbase, pero, si no había hecho nada, lo que significaba que la pesada esfera había pasado en medio de dos de los trozos o cheques que, por cierto, cuando los derribaba algún jugador, los colocaba de nuevo el garitero, un muchacho que tenía, además que devolver el objeto rodante hacia el otro extremo, la salida, en donde pegada al piso de tierra había una tabla de casi dos metros de largo por veinte o treinta centímetros de ancho, por donde el jugador, obligatoriamente, tenía que hacer pasar la bola que debía iniciar el recorrido, y esta modalidad era para que tomara impulso, lo que no sucedía si tocaba de impronto la tierra. Los apostadores se movilizaban, sacaban monedas y las dispersaban por el suelo para otras apuestas: Voy atrás y suelto que es cuando el jugador puede recorrer hasta tres metros o más, tomando impulso, pues de lo contrario tiene que respetar la raya, limite preciso, sin poder salirse del terminal de la tabla que es hasta donde podía avanzar de prisa atendiendo siempre las recomendaciones del coime o director de las jugadas, y quien tenía el deber de garantizar el pago de las apuestas, por lo cual cobraba un porcentaje al ganador de acuerdo al montante de las mismas.

Hubo jugadores tan extraordinarios como Nicolás Mejia quien era obligado a participar con el brazo izquierdo amarrado hacía atrás para inmobilizarlo con la espalda, pero además con el espacio de correr para lanzar la bola muy limitada, pues le colocaban la raya muy cerca.

Tenía una precisión imponderable pues era un mochero admirable, aunque también de vez en cuando se pelaba. Llegó a tanto su tino y sus precisión que llegó a jugar con el brazo derecho inmovilizado a la espalda y así, obligado, a manejar con la diestra. Casi como él era Chico turco, otro jugador de pulso poderoso y de aciertos en el objetivo requerido.
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Los desafíos de gallos
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Otro espectáculo en esta pulpería era la gallera, donde las peleas de gallos enardecían los ánimos pues las apuestas se hacían en pesos –cuatro bolívares cada uno- o en cuentas, calculando en doce bolívares cada una de éstas, por lo que se solia decir que apostar a la mitad de cuenta era ganar o perder doce bolívares por seis, y así sucesivamente. También se hacían con el fuerte –los cinco bolívares- y se oía decir, si el animal del voceador iba ganando, fuertes a bolívar, fuertes a real, fuertes a medio, y hasta surgía lo inconcebible, fuertes a locha. En este caso el gallo hacía la oferta prácticamente ya había ganado y el del contrario se encontraba muy mal herido o muerto.

En la oportunidad en que terminaba cada desafío seguía el gran baile que habría de durar desde la noche del sábado, todo el domingo, y hasta bien entrada la tarde del lunes en algunas oportunidades. Pero esta diversión no interfería la otra, ni le menguaba importancia, pues entre pelea y pelea que siempre había una demora considerable para elegir la pareja de animales contendores, amolarles las espuelas, carearlos, etc., algunos de los apostadores pasaban al salón “a mover el esqueleto”, como comúnmente se les oía decir.
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El juego de dados. Las conservas de coco o cidra



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En los alrededores de la pulpería merodeaban, al margen del negocio y de su dueño, los jugadores de dados: el que hacía un par de seis (dos senas), o de cinco, o de tres, ganaba inmediatamente sin que el contrario tubiese oportunidad de lanzar los dados y la cocora donde se batuqueaban dichos dados se mantenían en manos del ganador quien así esperaba nuevas apuestas. Ahora si al vaciar el cubilete de cuero, le salía par de uno, de dos o de cuatro, perdía automáticamente. Las demás combinaciones no importaban pues no tenían ningún valor; el meollo era ganar o perder, pero privaba la mayor cobertura de las suertes, par de seis mataba par de cinco y éste al par de tres.

En las cercanías también había los pequeños vendedores que no tenían nada que ver con la pulpería, pero que necesitaban el visto bueno del pulpero para estas actividades; llevaban en bandejas, cestas o canastos, empanadas de carne o de caraotas, que los clientes consumían con el ají en leche que el vendedor cargada en una botella; tortas de hígado de cerdo o de ajonjolí –planta de semilla oleaginosa que se usa como condimento o como acompañamiento del pan y la arepa, respectivamente- conservas así denominadas las golosinas de coco, de cidra o toronja, de leche, fabricadas con papelón y la fruta desmenusada. Para elaborarlas, las mujeres hervían hasta volver miel el papelón con una cuchara grande de madera que llamaban paletón y cuando la masa llegaba a punto, se vaciaba sobre una superficie plana, preferentemente una mesa, se aplanaba hasta adelgazarla a un espesor de seis u ocho milímetros, se fraccionaba con un cuchillo en porciones más o menos de cinco centímetros cuadrados. También ofrecían aliados, una golosina delicada, mezcla de azúcar con gelatina natural de nervios o cartílagos del vacuno se elabora en afanosa actividad para lograr un manjar exquisito.
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El miche y los dulces
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En la pulpería de don Eugenio Montilla, había de todo: enlatados, pescado salado, carne seca, algunos medicamentos como Píldoras Ross, Sal de Fruta Eno, menjurjes para aliviar el dolor de muelas, parche poroso para curar los lumbagos y algunas otras dolencias, vermífugos para expulsar los parásitos, cuadernos y algunos libros de enseñanza elemental, especialmente la Urbanidad de Carreño, así como obras de Alejandro Dumas, de Salgari, de Zorrilla, de Campoamor, de Rubén Darío, de Amado Nervo y de Alfonsina Storni.

Las botellas con aguardiente en los tramos respectivos nos llamaban la atención por aquello de lo que contenían como aditivo, ramas, raíces o frutas, lo que le proporcionaba de lo que contenían: ramas, raíces o frutas, lo que le proporcionaba al trago sabores agradables y variados. Algunos pedían el palo de miche con ajenjo, o con frutilla, poleo, jengibre, perejil, berros, yerbabuena, eucalipto o malojillo, y para las damas, si alguna se atrevía a tanto, un palo de miche con miel de abejas o un ponchecito. Mas no faltaba quien prefería el guarapo fuerte elaborado con concha de piña fermentada, o la chicha que es cuanto nos sigue acercando al ancestro casi perdido cuando nos miramos en el espejo del lejano timoto-cuica. Se expendía, a la vez, cerveza blanca o cerveza negra, llamada ésta maltina, propiedades reconstituyentes y afrodisíacas; también se expandía vino tinto por copas o por vasos, el cual almacenaba el pulpero en garrafas de vidrio, forradas de mimbre hermosamente tejido, o en damesanas que el pulpero colocaba sobre una base denominada rodete que tejían las mujeres con cascarón de tallo seco de las plantas de plátano o de cambur.

En otro sector del armario estaban colocados los batidos, con bastante parecido a los alfondoques, elaborados en los alrededores de los trapiches y que no eran otra cosa que una panela de papelón, deformada asemejándola a un cono, pero compuesta con miel de la caña solidificada y suavizada con leche, anís en grano y ralladura de limón, lo cual la diferenciaba de la panela no sólo por los aromas. Había quienes lo masticaban mientras degustaban el bolón o café colado, fuerte, sin azúcar, también denominado cerrero; otros lo comían con queso o con algún pedazo de arepa recién desmontada del budare, platón de hierro o de barro donde se asaba este sabroso pan de maíz.

Al lado del batido siempre en cucuruchos o formas geométricas conales, el pulpero tenía, uno o dos tercios de panela o papelón, cada tercio tenía 48 panelas y la carga, por supuesto, 96 unidades; siempre había cinco, diez, quince panelas en ruma de a tres, cinco, siete cada una pero sin la envoltura de palma de caña de azúcar pues esta se suprimía al abrir el tercio muy fino que era de un color amarillo claro es semioscuro y el más tosco, negruzco; pesaba, más o menos, una libra y media con un grosor de 3 centímetros, 16 de largo y 10 de ancho, normalmente pues así estaban confeccionados los moldes. Atraía el papelón allí en la pulpería a las abejas, que nadie las molestaba y las que tampoco a nadie atacaban.

Otros productos de este ramo eran las ya referidas conservas de coco, y la melcocha, fabricada de papelón cristalizado no ya en el trapiche sino a los hogares como golosina y la cual era producto del papelón que trasformaban en miel y ya lograda esta la revolvían una y otra vez hasta lograr el liviano sólido y cuando éste llegaba a punto se echaba en la piedra de reposo para que manos femeninas la tomasen para batirla, estirándola, hasta que tomaba un color amarillo crema y entonces se elaboraba en entorchados de ¼ de pulgada de diámetro por 18 centímetros de la cual recomendaban por sus largo. No faltaban en los frascos de amplia boca los caramelos, inimitables, que fabricaba el hacendoso Ramón Lameda, pues ni en el pueblo, ni en el Estado, nadie ha podido darle el temple, la exacta fragilidad y el sabor a esos dulces de veinte centímetros de largo por un cuarto de pulgada de diámetro, que solamente en Santa Ana de Trujillo se saborean como manjar de dioses y de Caciques.

En uno o dos tramos del lado derecho del armario se exhibían en sus respectivos embases metálicos, en latas decíamos todos, las sardinas los salmones, los diablitos Wonderwood, el atún y unas latas de mayor dimensión que no eran otra cosa que las Sardinas Curberas, tres veces más grandes que las de las sardinas normales; así mismo había frascos de encurtidos o con encurtidos con etiquetas llamativas, a colores que le daban un colirido impresionante al sitio; pues también destacaban el envase multicolor del Aceite Oliva El Gallo.


Un tramo completo dedicaba Eugenio Montilla a la Maizena American, embasada en cajitas de vistoso color amarillo ribeteado con negro muy suave y también en espacio considerable ocupaban los fósforos que el pulpero exponía artísticamente colocados los paquetes de 24 cajitas, los paquetes de 6 cajitas y luego individuales, creando así una ornamental pirámide que despertaba mucha curiosidad, especialmente porque en la carátula representaba estaba la Estatua del Libertador, que ni sabíamos que era del escultor italiano Talodini ni que estaba en las plaza Bolívar de Caracas y Trujillo, respectivamente; cada cajita contenía 40 unidades de madera resistente; no se quien recitaba en entonces una curiosa décima así:

Si Bolívar existiera
no vendieran su retrato
en un precio tan barato
como está en la Fosforera;
lo venden como cualquiera
cupón de los cigarrillos.
¡Lo venden por un cuartillo
a un hombre de tanta fama!
Y si alguno lo reclama
preso va para un Castillo.


Como si fuesen ristras de ajos, de las muy buenas del sitio de La Becerrera, que las tenía el pulpero a la venta y parecían adornos de arriba a bajo en los bordes de la estantería, las cajetas para el chimó eran un espectáculo: las había de todos los tamaños, desde la que tenía el diámetro de una locha como las que lo tenían de una moneda de dos bolívares o de una de cinco bolívares, elaborados con fina atención artesanal por expertos maestros de El Tocuyo, Carache, Burbusay y Escún, utilizando como materia prima cuernos vacunos que eran hábilmente transformados en estos útiles que casi siempre tenían en la tapa y los contornos emblemas indígenas, muy parecidos a los que les colocaban a las tinajas, pimpinas y otras artesanías de cerámica los olleros de La Becerrera.
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La romana



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En el departamento del armario correspondiente al queso, había arepas recién hechas, panes frescos, bizcochos, acemas, cucas, que no por otro nombre se les conocía, aunque después las identificaríamos como paledonias. Estos gratísimos bocados eran el amasijo “nombre genérico para las prelaciones de diferentes especies de panes”, aunque se excluía de este género el majarete, una mazamorra solidificada de harina de trigo y coco rallado.

El armario, tenía forma anaquelada en esta pulpería de don Eugenio Montilla, mientras que el mostrador era como una costada, con una compuerta que se abría hacia fuera y otra que se levantaba. En él se colocaban, a veces, latas de kerosene, algún saco lleno de sal en gránulos, machetes cola e’gallo, aperos con estribos, arzón y también sudadero, que esto es lo que lleva la bestia debajo de la silla de montar o de la jamuga si eran para las de carga, a fin de evitarles lesiones en el lomo.

Entre las pesas sobresalía el medio almud, igual a un palito; con nueve kilos y doscientos gramos, la cuartilla y el cotejo, divisiones de la anterior. Por cierto que en ese aspecto jugaba un determinante papel la romana, “instrumento propio para calcular el peso, estaba compuesta de una palanca de primer grado de brazos muy desiguales, con el riel sobre el punto de apoyo y un pilón de piezas de hierro que se hace correr a lo largo del brazo mayor, donde se halla trazada la escala de kilos y libras hasta equilibrar el del cuerpo que se pesa, el cual se coloca en el extremo del brazo menor”. Lo más significativo de todo era el grueso cabestro de cocuiza, asido a una formidable aldaba fija del techo-troja, siembre bamboleándose, del cual se colgaba aquélla cuando se procedía a alguna operación.

En la pulpería de don Eugenio Montilla, en donde había hasta “aguaflorida” y mota o magnolia marca Sonrisa, polvos para el acicalamiento de damas se encontraba de todo hasta alfileres de breve cabeza plateada o de cabeza roja, azul, amarilla, verde y lila. Al lado de los tabacos, los cigarrillos Casino, Bandera Roja, Doble Águila, Sport, Capitolio y York, así como también había Chamarretas, esas cobijas que son una especie de ponchos o ruanas andinas, con una abertura en todo el centro, por donde se introduce la cabeza para buscar quedar la persona bien abrigada; eran de densa lana y de dos colores apersogados: por un lado rojo y por el otro azul o negro.

Sitio especial había para las pilas Eveready, que se distinguían y se distinguen por el simbolismo de un gatico negro como emblema pues que este animal “tiene siete vidas”. Se utilizaban para las linternas que denominábamos focos y se llevaba en un bolsillo trasero del pantalón.

No podía prescindirse allí de la venta del chimó, esa “pasta de tabaco y urao que mastican los campesinos”, pues que era vicio tan popular que el porcentaje de consumidores rebanaba un 80% de los adultos masculinos. Cuando el pulpero o el dependiente oían la expresión Una bola de mó, sabían bien de qué se trataba. Se vendía en bojotes de a cuartillo, envuelto en hojas secas de maíz o de cambur. El consumidor refinado usaba las cajetas o los cóngolos que son recipientes fabricados en cacho, como ya lo expresamos antes y para sacarlo de este recipiente y llevarlo a la boca usaban de la pajuela, especie de cucharilla de madera de cuero de res y algunos la tenían de plata, pero la leyenda nos inquietaba porque el general Tomás Montilla, don Elías Sánchez y el señor Tistica las poseían de oro. “El chimó Caribe y el chimó Vencedor tenían un índice mucho mayor de tabaco, y el primero, disuelto en agua de cal, se usaba como insecticida para el cuidado de las plantas domésticas”.



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Las cosas menudas
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Mas en un cuarto posterior de la pulpería –había dos o tres- don Eugenio Montilla tenía sus privacidades: una damesana verde ámbar con miche mezclado con pequeños duraznos, otras frutillas y hasta hojas de laurel: un largo mandador o látigo en palo de madera fuerte, “con una cabulla o trozo de cuero atado en la punta” y el cual se usaba para arrear las bestias de carga, pegándoles en las ancas o haciéndolo crujir en el aire para que produjera un sonido estridente que como mensaje entendían bien las mulas o acémilas integrantes del arreo; también guardaba allí el pulpero mochila, saquito o marusa de fique, o fibra de la cocuiza o el cocuy tejida por manos diestras llena casi de menudo o monedas de un centavo, una locha medios o 25 céntimos de un bolívar, reales o 50 centimos de bolívar, de plata estos dos últimos y de níquel los primeros; allí había también cobres negros o managueros que ya no estaban en circulación. Mi hermano Pedro, Ramoncito Ocanto y Pedrito Segovía cuántas veces jugábamos joyuelo u hoyuelo con tales monedas y las dejábamos en el plato.

En ese cuarto o habitación privado también tenía don Eugenio Montilla algunas petacas o cestas de carrucillo, primorosamente tejidas por cesteros de La Concepción de Carache, Mi grúa y San Miguel de Tonojó; también las había allí de cogollo de Junco y otras más finas, fuertes, como santitos formados quizás por manos femeninas que tejían una fibra vegetal muy resistente de color verde pálido.

Además, sin ninguna desorden, en los estantes se podrían apreciar las cotizas o alpargatas de suela o de cocuiza y más tarde de caucho de neumático capelladas y talones, o parte superior de este calzado, tejido con hilo en vivos colores; los cabestros o cabrestos de cocuiza, la loza criolla en una artesanía nítida y hasta preciosa que traían de La Becerrera, al otro lado y muy arriba de la Quebrada de Santa Ana, las velas de sebo junto a las velas esteáricas, éstas de a dos, de a cuatro y hasta de a ocho por paquete; el jabón de la tierra envuelto en cascarón; las cuajadas o suaves quesos caseros de a ocho por paquete, el salón o carne de chivo, seca y muy salada, y los jabones patentados: Las Llaves para lavar la ropa y cualquier tiesto y el Reuter, con muchas palabras francesas, para dejar fragancia en las manos o en todo el cuerpo, así como otro con vistoso envoltorio llamado Jhon Laud. Además la cola de pegar con aquel olor penetrante y agradable que seguía impregnado por días y semanas en las sillas y mesas que con este producto pegaba el viejo carpintero Rafael María Castellanos Perdomo, el abuelo, quien sentía pasión y disfrutaba en cualquier pulpería del pueblo, el sabor de la horchata de ajonjolí.

Además no faltaba el almanaque de pliego, llamado de Rojas Hermanos, las esteras tejidas de nervio o vena de hoja de plátano o cambur, con uniones de hilo o de cabulla, que era el colchón de la generalidad; los manares de airear o “cestas redondas y planas de base trenzada y de aro circular fuertemente anudado. Su destino era airear o vender los granos, de modo especial el café”, como bien lo describe esa notable investigadora del folklore andino que es Lourdes Dubuc de Isea. O también los joros para recoger el fruto del cafeto, envase que el peón se amarraba a la cintura para llenarlo mientras pasaba de planta a planta en la hacienda.

Otros detalles en la pulpería de don Eugenio Montilla era la venta de clavos de hierro o acero, puntas de arados, botones de hueso y de nácar, broches de presión, dulce de higos en la respectiva dulcera, estampitas de Santos, vasos y jarras de peltre, poncheras, platos de loza de artesanía campesina; el fafoy o ramillón que era un pequeño envase con el borde de puntas cortantes, colocado en la punta de una vara de unos cuarenta centímetros de largo y con el cual se sacaba el agua de la tinaja para ser servida. Estos bordes metálicos eran para evitar que alguna persona bebiera en él y así el precioso líquido se baboseara o se ensalibara.

En el recuerdo, ahora, al lado de ese coloso que era Eugenio Montilla, brillaba, como siempre brilló, la estirpe de la noble dulce dama que fue la mujer del pulpero: Felipa Cáceres que, de hijos de aquel hombre imponente por sus aristas de cultura en su afanar de campesino, tiene hoy descendencia que honra el gentilicio de entrambos.



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La compañera del pulpero
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Pero aún más. El pulpero don Eugenio Montilla, tenía tiempo para todo la compra y venta de los productos de su incumbencia, sin descuidar la ñapa al niño campesino que lo miraba sin mendigar dádiva alguna, o cuando en el frutero tenía que poner un grano de maíz por cada bolívar que algún cliente le compraba aspecto este que estimulaba el ahorro, pues los sábados tendría que pagarle un centavo por cada veinte granos. Tenia tiempo para abrir espacio vital a la enseñanza y, así, abrirse jerarquía de maestro de escuela, dispuesto a iniciar a cualquier muchacho que iba a su pulpería en el arte de sumar y multiplicar, todo esto en aras de la bondad y de la dulzura, porque si también le enseñaba el de restar y de dividir, sólo lo hacía en estos dos últimos casos, estrictamente dentro de las reglas matemáticas. En las dos primeras circunstancias hablaba siempre, a voz tendida de hombre de mucho valor y mucha hombría, de sumar y multiplicar en la vida en comunidad, jamás de restar y dividir.

Don Eugenio Montilla, siempre de liquilique blanco, gris o marrón claro, usaba sombrero todo el día y cuando por cualquier circunstancia se lo quitaba para “echarle la bendición” al ahijado, a alguna de sus hijas o/a otros familiares, se le veía bien peinado. Yo creo que todos los muchachos que íbamos a la pulpería y a su hogar, lo teníamos como símbolo, como un San Isidro, el de los bueyes, el de las siembras. Ahora cuando rehago las notas que hace tiempo escribí sobre el pulpero y su pulpería ubicada allí en El Alto de Esticayi, revivo tantos sucesos que no sé la razón exacta de situar a don Eugenio Montilla, en la reencarnación de un mito hecho ejemplo de decoro, gallardía, sinceridad, cooperación y amor: Don Segundo Sombra, el de la novela del argentino Ricardo Güiraldes, pues que mi pulpero, nuestro pulpero, el hijo de Pedro González que nadie sabe si era de Carache, Boconó, Miquía, o El Valle Abajo, el hijo de Ignacio Montilla, a la vez hija esta de un legendario personaje de aventuras u correrías a quien llamaban Felipe Montilla; bien, era todo un hombre: buen jinete en mula rucia o en caballo zaino; bien matarife que nunca faltó la carne de res o de cerdo en la pulpería; buen gallero si apostaba y buen juez de gallos si impartía resoluciones; buen mochero en el juego de bolas; magnifico componedor de estrofillas, seguidillas y adivinanzas; jugador de naipes en cualquier clase de lance: truco, treinta y uno, siete y media, y aunque no lo permitía en sus predios del bolo y la gallera, apostaba en la batea de blanco y negro, o en la ruleta, o tiraba su cocora de dados.

Sabía de todo don Eugenio Montilla, cazador de venados, de conejos, de guacharacas y zucumbaces también llamados rabipelados; buscador de colmenas en la montaña, las cuales castraba para ser luego dueño de la miel y de la cera; clavador de estantillos y con amigos tirador de alambradas; desenredador de pleitos a garrote, a cuchillo o a puñetazos; rezador del Santo Rosario; madrugador impenitente; bien bailador y hombre de pulso acerado cuando competía con los paisanos que más conocían de este arte de fuerza muscular; en fin, don Eugenio Montilla era Don Segundo Sombra, no en la pampa argentina, pero sí en la Encrucijada del Alto de Estecayí, donde una vez ensayó a la telegrafía con el método Morse, pues que habían hecho un tendido de alambre, entre arboledas, hasta la casa de mi padre, nuestra casa, al lado, derecho del cementerio de La arenita, tendido que continuaba hasta la vieja casa de Los Mazzey, cerca de la Casa Verde, donde residía Ramón Godoy Castillo. Eran los tres aficionados a la telegrafía.

Bien, al fin su pulpería ha vuelto a crecer en mi memoria, él murió ya. Felipa, su gran compañera también; sus hijos, la mayoría mujeres, caminan por otros senderos de docencia y de espiritualidad. Cómo no recordarlos: Merceditas y Ramón Ocanto, que vivían con la familia materna en casa de Olivares, en El Alto de las Bruscas, bien cerca de la casa del general Tropero Tomás Montilla; así mismo sus hijas con Felipa Cáceres, la esposa, desde Regina, Chela, Juliana, Rosa, Carmen, Luisa, Elsy, Lourdes, Magali, Nuris y Evelia, las que bien podrías llamar Hijas de Zeus, porque hasta para todo esto da la fisonomía titánica de don Eugenio Montilla. Además es padre también de Eugenio – o Eugenito- Montilla, además de ser protector de sobrinos y sobrinas, hijos e hijas de sus hermanas María Antonia y Didima, casada esta con otro singular paisano, don Ramón Segovia.

Era la pulpería de don Eugenio Montilla en 1931, año en que yo nací, porque así la describía mi padre, don Efigenio Castellanos, nada distinta a la que conocí siete años después hasta 1945 cuando la vi por última vez siendo residente en el pueblo, pues que volví muchas veces, porque no sé que me pasó siempre en mis visitas al pueblo, ya que se me imposibilitaba devolverme hacia los mundos donde entonces vivía, si no demoraba aunque fuesen escasos minutos en el sitio donde nací, El Blanco, en El Alto de Esticayí donde está la vieja casa de la pulpería de don Eugenio Montilla, en el cementerio de La Arenita, en las casas de mi madrinas Georgina Altuve de Andrade, de José Miguel Cortés, de Ceferina Andrade, de Francisquita Montilla, de don Pablo Azuaje, de Roseliano Delgado y su esposa doña Josefina Andrade Altuve, de doña Blanca Cooz, la Casa de Corredor y, por supuesto la casona del bisabuelo Saturnino Castellanos de la Torre, del abuelo Rafael María Castellanos Perdomo, de mi padre Ejigenio Castellanos Pérez y casa mía que un día de pesares y de intenso dolor moral vendí a un pariente porque me acosaron con la desmoralización y la canalla cuatro sujetos de mi más alta estima que cambiaron dignidad y decoro por riales de Meneven y suterfugios de un tal Luis Ernesto González que desgobernaba el Estado en 1998.

Pero no he tocado el asunto mismo del medio geográfico y lo arquitectónico. La casa de la pulpería era-aún existe profundamente deteriorada- de tejas, paredes de tierra pisada de seis metros de altura hasta la división de madera que separa la construcción de una especie de depósito que se denomina la troja, y a la cual se podía entrar subiendo una larga escalera que colocaban para el caso por fuera de la pulpería, es decir, por el corredor que se abría arriba una pequeña puerta y allí encontrábamos sobre el piso de madera fuerte, sacos de maíz, de café, bultos de papelón, que permanecían brevemente en este depósito porque el frío aflojaba las panelas y éstas se revenían, o se amelcochaban, o mejor, perdían la consistencia, la dureza. De vez en cuando servía la troja como almacén de racimos de cambur da frente el camino de El Filo y de Santa Marta la hacienda de don Heriberto Paredes y después de alguien a quiero evocar con infinito e imborrable cariño, Alfonso Núñez, siempre en compañía de Georgina, la esposa; pero en cuanto a la troja de café en concha que se guardaba en espera del sol para secarlo.

La casa era inmensa. Todavía lo puede ser. Dos puertas altas de resistente madera, dan al oeste, hacia los sitios de El Pie y el Zamurito, pero nunca las vi abiertas. La brisa muy fría que sube de la hondonada pega allí, como una bofetada. Otra puerta, hacia el sur, con vista también al camino que sube, era la de entrada. Detrás había un cuarto de almacenamiento, más allá otro de mayor intimidad y seguidamente otro similar, entre ambos dormitorios. La cocina estaba –como aún está- separada del resto de la construcción por un angosto callejón de un metro de ancho, o algo más, con su salida hacia el patio, no muy lejano de la gallera, y de donde parte el angosto camino hasta el lejano lugar desde donde se traía el agua a hombro de peones, mujeres y muchachos, más o menos, a tres o cuatro kilómetros.

Sigo siendo el campesino que amó la pulpería de don Eugenio Montilla. Usted ve: La Gran Pulpería de Libros Venezolanos. Vendo solamente cosas del papel: documentos, estampas, libros, folletos, periódicos, hojas sueltas, panfletos. Pero es, en el recuerdo, lo que de muchacho soñé al lado de ese gran señor que fue don Eugenio Montilla, ser como él: independiente, dueño de la pulpería y útil a muchos. Útil. Sin pedir nada.
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Una excursión desde Chejendé



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El primer día del mes de abril de 1942 fue de conmovedoras satisfacciones en Santa Ana de Trujillo. Se movilizó todo el alumnado de la Escuela Federal Graduada “27 de Noviembre de 1820!; hubo masiva reunión de los integrantes de la Sociedad de Padres y Representantes y el conglomerado en general izó banderas de solidaridad con los visitantes que llegaban desde una vecina población.

Se trataba de una densa delegación de alumnos de la Escuela Federal Graduada de Chejendé, la cual estaba dirigida por el educador don Luis Alfonso Rojas y la nuestra por el eximio educador Simón Barrios Parra. Entre los recién llegados venía un joven profesional de la medicina, el doctor Ceferino Alegría, Médico Sanitarista Rural que desempeñaba estas funciones en aquel centro poblado y que en nuestro pequeño terruño en dos días de actividad cultural y estudiantil participaría en unas jornadas que él denominaba de “penetración rural” con programas en los cuales los alumnos practicamos inmunizaciones, dimos charlas, “se recogió material biológico y se hicieron consultas médicas”.

Cómo no recordar estos gratísimos días en los cuales los episodios trascendentes fueron muchos. Hasta mi padre, don Efigenio Castellanos, tan huraño y tan distante de una disertación, se dejó llevar por la tenacidad del maestro Barrios Parra y del doctor Alegría. Dictó una charla sobre la vacuna contra la viruela. Don Domingo Ferrini, informalmente, casi a regañadientes también, nos habló de los italianos en Santa Ana de Trujillo.

Pero el acto central fue la velada artístico-cultural que llenó todo el patio de la vieja casona donde funcionaba el centro docente. Cada quien llegaba con su silla al hombro para estar cómodo durante las representaciónes. Las muchachas y en general todas las mujeres vistieron sus mejores trajes dentro de la humildad y el recato. Lo único que no estuvo bien fue mi actuación en público, pues el maestro Augusto Valbuena al que mucho le debo también, se había empeñado desde un mes antes en que yo debería cantar y me obligó, aunque lloré buscando el camino de que me pusiese a recitar, pero no. Su terquedad fue ilimite. Primero me hizo ensayar “Erre con erre cigarro” pero no logré entonarla bien, pues jamás he tenido oído para la música y menos entendimiento para el canto. En vista de mi fracaso me hizo aprender a toda prisa una canción que empezaba “Conchita de labios rojos”.

Y con mi voz desaliñada, horrenda para la melodía subí al escenario aquella noche. Qué vergüenza con los visitantes y “con todo el mundo”. Para peor desgracia en primera fila estaba un compañero terriblemente burlón, Miguel Ángel Segovia, quien se encontraba sentado entre sus padres, don Félix Segovia y doña Petra de Segovia. Descorrióse el telón y mirar yo aquella inmensidad de público que no sé cuántos kilómetros a al redonda ocupaba, porque así me lo hizo ver mi miedo, fue el desastre y cuando don Rafael Antonio Godoy comenzó a ejercitar el acompañamiento en su guitarra, me miró Miguel Ángel Segovia, brotó los ojos y se llevó, disimuladamente, sus dos manos a las orejas y sus señas asesinaron el muy poco aplomo que yo tenía, Apenas solté la primera palabra: “Conchita” y me tranqué, temblaba todo y mi llanto obligó a bajar el telón.

De resto todo fue de éxtasis, de entusiasmo, con imborrables momentos. Aquel doctor Ceferino Alegría sí que le hacía honor a su apellido: cantó, recitó, discurrió, bailó, enamoró y se llevó esta experiencia santanera de las jornadas sanitarias y de las jornadas escolares como un recuerdo imperecedero. Las pocas veces que me vi con él, en Caracas, muchos años después, no las dejaba pasar sin evocar a Santa Ana de Trujillo, inspirándose quizás en aquellos ojos negros, profundos, locos de esperanza que tenía Emperatriz Gudiño, una de las hijas del gran señor, indio puro y pulpero de los mejores del pueblo, don Miguel Gudiño.

Y el doctor Alegría aquí, en Caracas, se burlaba todavía de mi fallida presentación en el entarimado como cantante frustrado y obligado por mi maestro Augusto Valbuena, así como no dejaba de bromear porque en Santa Ana la proporción demográfica no estaba de acuerdo con las armas blancas, ya que, según él, por cada habitante había tres cuchillos y medio, y él mismo los calificaba de “puñales, marinas, rabones y machetes recortados”, Llegó a amar a mi pueblo con tanta devoción que una vez me dijo que él podría haber pensado alguna vez en dos patriecitas: Chejendé y Santa Ana de Trujillo si prescindiera de la de su nacimiento por alguna imponderable circunstancia.

Cuando ahora encuentro su libro “Chexendé. La odisea de un Quijote o episodios en la vida de un médico rural” (Caracas, 1972) siento nostalgia y regreso por el camino andado y desandado para leer apenas un párrafo de su libro en el cual expresa el doctor Alegría que “En lo alto de la Loma de Durán, por camino de recuas, llegamos a un paso estrecho y forzoso por obligatorio pasar por él, una pirámide de piedras y sobre ella muchas cruces… se tiene por costumbre que todo el que pase agregue una piedra al montón”. Todavía encontramos estos símbolos de un pasado lejano y legendario. En los promontorios y en las cruces al lado de los caminos están enterradas ya muchas tradiciones, pero gracias a los cronistas espontáneos viven en el recuerdo, como permanece en la remembranza gratísima el doctor Ceferino Alegría, Médico Sanitarista Rural de Chejendé.
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Una tarea para el periódico mural
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Otro gran recuerdo es de don Valeriano Diez y Riega. Como alumno de la Escuela Federal Graduada “27 de noviembre de 1820” de Santa Ana de Trujillo, me correspondió por enero de 1945 formar parte de un equipo de trabajo. El Director era un joven educador, normalista, dinámico, emprendedor y sagaz, el maestro Edilberto Sánchez, quien dejaría huella en la vida del pueblo al haber consolidado una generación con sus alumnos de sexto grado que inscribiría su nombre en buenas realizaciones. El reorganizó la República Escolar que con tanto empeño había fundado el director Barrios Parra y dinamizó la empresa de los periódicos murales en donde nos iniciamos en la faena de la historia y de la escritura. Y como la campaña electoral de dicha República Escolar era la pugna por colocar los mejores informes en los citados medios de información, nos correspondió a Inés Antequera, Santos Gudiño y Régulo Toro Sánchez lo relativo a la biografía del Presidente de Venezuela, el eximio General Isaías Medina Angarita.

Y qué inmensa suerte tuvimos, pues colindaba mi casa de habitación con la pensión del pueblo que regentaba una muy hacendosa, pulcra y señorial matrona, doña Regina de Cooz y mi visita a tempranas horas de la noche no se hacía esperar en tan acogedor lugar a donde llegaban huéspedes que, lamentablemente, nunca me ocupé de recordar; pero uno de ellos, por navidad de 1944, lo fue un señor más o menos alto, fornido, de vestimenta muy ambientada, gruesa chaqueta y pantalones de pana.

Su nombre no lo supe, acaso no me interesó y pasó inadvertido, pero lo inexorable es que dicho comensal le regaló a Julito González, nieto de la hospedante, una publicación titulada Occidente. Era el número 4, valor un bolívar se leía en la carátula, y su Director-Redactor tenía por nombre Valeriano Diez y Riega. Gratísima sorpresa que compartimos todos los comisionados para la tarea fundamental en el periódico mural, quienes nos reunimos en la sala de la inolvidable vivienda de don Miguel Gudiño y de doña Chana Villegas de Gudiño y allí mismo cumplimos con el compromiso, pues desglosamos tres páginas de la tal revista y al siguiente día, bien ornamentadas, formaron el periódico mural del sexto grado en esa semana.

En meses pasados tuve de nuevo ese ejemplar de tan preciada joya; detallo el contenido que seleccionamos. “El Presidente de la República, General Isaías Medina Angarita visita la Universidad de Los Andes”, es el título de una de las páginas, que está conformada con tres fotos maravillosas de tan sonado suceso, siendo la última aquella en que “el Jefe del Estado conversa con el ciudadano Rector, interesado en los problemas de la universidad”. Las otras dos páginas son las centrales y la parte superior la ocupa una fotografía a todo lo largo que es una “vista panorámica de la tribuna del Stádium de Mérida en el mitin del estudiantado y pueblo, preparatorio de la proyectada concentración de los estudiantes universitarios y liceístas” y el texto es una lección de patriotismo. El Presidente Medina habló franca y cordialmente, defendió a su Ministro de Educación de “las fogosas y un tanto pasionales expresiones de los estudiantes”. Todo lo cual termina con un juicio del periodista que no es otro que Diez y Riega: “Para reformar la universidad comencemos por reformar desde abajo-arriba comenzando por la enseñanza primaria y secundaria; comencemos también desde arriba-abajo por las personas de más o menos representación; comprendamos a todos; profesores y estudiantes. Comencemos por responsabilizarnos cada uno en particular y cundamos el ejemplo, más que con palabras vanas y sin contenido, con actos y hechos patentes y tangibles”.

Cómo quedamos de bien en la comisión encomendada para ese número de nuestro periódico mural de esa semana y qué satisfechos estuvimos de las felicitaciones del señor Director, el maestro Edilberto Sánchez. Pero ahora me pregunto, cincuenta años después: ¿Sería el visitante que le regaló la revista “Occidente” a Julito González, el periodista Valeriano Diez y Riega, uno de los amigos de Andrés Eloy Blanco en Valera por 1932 y 1933? Seguro que sí. Hay pálpitos que no fallan. Él nos ayudó a meternos en la excelencia de los “veinte puntos” en la “Boleta” respectiva.



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La negra Eulalia
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Me acostumbré a pensar, a creer y a pregonar que La Negra Eulalia era un símbolo y es un símbolo. Después que se quedó sola con sus hijos y Petra, la única hembra, sin apoyo alguno del que hasta el momento de mi evocación era su compañero, se irguió en la lucha por la vida, pundonorosa, incrédula, arriesgada y de armas tomar sin violentarse mucho. Infundía respeto por sí sola, pues tenía una mirada profunda, severa y, a la vez, como que sus grandes ojos de carbón se sonreían con el auxilio de una benévola luz en las comisuras de sus labios ¿Lloraría alguna vez La Negra Eulalia?; ni siquiera cuando la abandonó el padre de sus retoños, don Baldomero Pérez, ese gran señor blanco, de cuidados bigotes y de liquiliqui azul casi siempre, pues también se vestía, a veces, de pantalones color tierra y blusa amarillenta, con aquella risa ingenua de niño grande, que le permitía tener amigos a granel, pero que también le servía para negarle el fiao al paisano que bien conocía como maluco.

Si en vez de La Negra Eulalia hubiese sido mi madre la afectada el día que en una troja de una casa pajiza en El Hato, la macaurel mordió en la pierna a Baldomero, el último de sus hijos, hubiesen abundado las lágrimas; mamá era tan sensible que el llanto se le tornaba en una vía de escape; pero La Negra Eulalia ni se inmutó, ceño fruncido y mirada para que nadie hiciese ruido alrededor de su casa, pues el padrino del afectado estaba curándolo para tratar de salvarle la vida al provocarle una herida para desangrarlo en parte y cuando el curandero, médico chamarrero y chamán salió al patio de la calle, ella sólo le dijo “compadre, se me salva o se me muere” y aquel “hay que esperar” pronunciado como en incógnita puso a llorar a muchos y a muchas, pero La Negra Eulalia le pasó la mano sobre el hombro a Efigenio Castellanos Pérez y le expresó: Sanará, compadre, el muchachito, usted es mucho médico pero yo esperaba que ella dijera si Dios quiere.

La Negra Eulalia le dio buena crianza a todos sus hijos y a Petra, la dama de la familia, y desde niños y niña los enseñó a trabajar, a ser buenos vecinos y que en la escuela cumplieran sus compromisos, pero también estimuló en ellos la serenidad, el valor y el saber correr riesgos para aprender la esencia de la vida. Un día cualquiera le llegaron a su pulpería los celadores de aguardiente y sin mediar mayor comunicación le allanaron el negocio, empero no encontraron nada anormal, pero el Jefe de los fiscales ordenó registrar toda la casa, en cuyo dormitorio, que era sólo uno para la familia entera, encontraron una garrafa de miche, de miche zanjonero, ilegal por supuesto, que ella le había guardado en la madrugada a un valleabajero de los lados de El Quebraón; trataron de humillarla y la amenazaron con peinillas y armas de fuego para que dijera el origen del contrabando y el nombre del contrabandista y ella, tranquila, paciente, serena, oía a los conculcadores sin un gesto de temor, sin una mueca de desconcierto, de pronto agarró el envase contentivo del licor, el cual los guardias habían colocado en la mesa de la sala, al lado del negocio, mientras levantaban “el expediente” y lo dejó caer al piso. ¡ay se me cayó! -dijo- perdonen; en tanto el oficial habló fuerte: planeenla y ella, impasible respondió a la orden dada: -Si me tocan siquiera no respondo por su vida, pero en ese momento entró al sitio el señor Oscar Terán, Jefe del Resguardo de Aguardiente y manifestó: un momento, amigos, el dueño del alijo se entregó en la Jefatura, a lo que La Negra Eulalia respondió: Qué dueño, ni qué dueño, ese miche era mío… era, señor, porque ya no es y por lo tanto ¿dónde está el cuerpo del delito?. Airosa salió del embrollo y al fabricante del referido aguardiente le expresó cuando fue a verlo a la Jefatura: te agradezco José tu afecto, pero por qué vas a decir que ese miche era tuyo, no seas zoquete. Y se fueron para Trujillo los celadores sin detenidos y sin garrafa de miche zanjonero. Me expresaba el Gordo Pérez, su hijo mayor, que cuando subió de la calle abajo a su casa, les dijo a todos que la esperaban llorosos: Las lágrimas guárdenlas para cuando sea necesario que ojalá y sea nunca. ¡Vaya coraje!

Por eso La Negra Eulalia recibió la noticia con inmensa frialdad cuando don Baldomero le hizo saber que por compromiso de matrimonio que le había hecho a la señorita Gumercinda Cortés Pérez -prima hermana de papá y prima segunda mía, por cierto- tenía que dejarla. ¡Qué golpe!, pero ni una lágrima, ni un suspiro, sólo una frase: Usted es soltero y ella también… sus hijos son míos y continuó con su rol de madre, doctora e incansable afanadora.

Ese caso afectó mucho en mi casa; papá ya sabía que eso iba a suceder, que su compadre Baldomero estaba perdidamente enamorado de la dama en mención y andaba molestísimo y un domingo, dos o tres de la tarde, estábamos en la esquina de la casa matando mariposas, que llegaban por cientos, amarillas las más, y llegó el casadero, le avisamos a mamá, ella salió y lo mandó a pasar adelante, que se sentara, fué al cuarto y habló con papá: Efigenio -le dijo- si nó sales a atender al compadre qué ejemplo le das a los muchachitos y eso fué suficiente; don Baldomero tartamudeó unos instantes, pero se aplomó y le “hizo la participación de su matrimonio” a la pareja, invitándola para “dentro de un mes”. En media hora papá no abrió la boca, mamá charló lo que pudo con “el compadre Baldomero” y éste resolvió marcharse; papá se quedó en silencio y mamá dijo: Efigenio no seas tan malcriado ¡qué ejemplo a los muchachitos! Al rato papá soltó unas palabras: “Ese hombre se murió para mí” y lo dijo en serio. Yo fuí consecuente con don Baldomero y lo visité muchas veces en su hogar de Monay y en algunas oportunidades lo cité en mis charlas con papá, pero éste me cambiaba la conversación inmediatamente y si acaso en una oportunidad acertó a decir como de refilón: Palo de mujer fué la comadre Eulalia, mire a los hijos que todos son un modelo y aunque él los quería a todos y muy en especial al Gordo Pérez, sentía devoción por Ramón, porque éste cuando don Baldomero los reconoció no aceptó el apellido paterno y sencillamente se hace mencionar y así figura en los registros respectivos como Ramón Materán.
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Valmore Rodríguez, maestro
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Mi padre era pedevista, admirador del general Isaías Medina Angarita, a quien yo sigo evocando entrañablemente… Como Presidente de la República Escolar, posesionado el 19 de abril de 1945, le hice una carta al Presidente de los Estados Unidos de Venezuela y él, generosamente me contestó con una esquela que paseó por las manos de maestris, compañeros de aula y creo que la mayoría de la gente de Santa Ana de Trujillo; envío muchos libros para nuestra Biblioteca Escolar, así fue como conocí el Pequeño Diccionario Larousse me ubiqué como ya dije en la capital del Estado… entonces, en el año 1946 llegó la Junta Revolucionaria de Gobierno en pleno a Trujillo, en visita oficial. Yo vivía al lado, en la casa de mi padrino el doctor Flores, bajo la tutela de la señorita Lucía Flores, al lado de la Casa de Gobierno, ya lo comenté. El nuevo Gobernador del Estado, ahora ya se le llamaba Gobernador, el doctor Antonio Martín Araujo, me siguió dando el pequeño auxilio para mi periódico.

Y yo, de pantalones cortos y con cotizas en el tiempo en que permanecía en la casa me sentía cómodo, porque los zapatos que eran los que usaba en Santa Ana los domingos eran para ir a clase en el Colegio Federal, papá no tenía para más. Un día de los de la referida visita gubernamental tocaron a la puerta de la residencia de la niña Lucía Flores, era un oficial de la policía que decía que el señor Rómulo Betancourt quería conocerme…

Entonces yo fui. El gobernador del Estado doctor Antonio Martín Araujo, me presentó al Presidente Betancourt, al Comandante Carlos Delgado Chalbaud, al maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa, al doctor Gonzalo Barrios, a todo ese grupo, y entre ellos estaba un personaje vestido de liqui-liqui… bueno, lo saludé y salí otra vez para mi casa, pero no supe quien era ni me importó. Todo esto lo había tomado, como si me fuera familiar. No sé de donde me salió ese aplomo, esa tranquilidad. Allí comí unas galletas, bebí una colita, y me despedí por indicación del Gobernador del Estado.

Algo así como dos horas después, a la instancia del almuerzo, tocaron a la puerta de la casa donde vivía. La señora, doña Josefa Rueda, viuda de Flores, llamó a la niña Lucía, pero la vi molesta, amoscada, ellas eran medinistas furibundas como papá, odiaban a los adecos, a la gente que derrocó al Presidente Medina Angarita. La niña Lucía me dijo: “Ai” lo buscan, un hombre que viene con un polícia. Debe ser de los mismos vagabundos esos que están por “ai” de visita. La niña Lucía Flores era una gran dama, una gran señora. Salí y el personaje, muy cordialmente, me dio la mano y me dijo: Mira chico, yo soy Valmore Rodríguez, Ministro del Interior. Yo vengo a visitarte porque yo también soy periodista. Yo me inicié como tú; pero primero quiero que vayamos a ver, chico, dónde venden zapatos. Yo te quiero regalar un par de zapatos. Y la niña Lucía que estaba oyendo dijo ¡No, yo se los busco! Estábamos en la puerta, claro, porque a ella no le agradaban las visitas extrañas, éstas no debían pasar de la puerta. Entonces, él me dijo Mira: guárdate estos doscientos bolívares.

¡Aquellos dos billetes eran un dineral, una fortuna! Papá ganaba en Santa Ana ciento cincuenta bolívares al mes, para alimentar a toda la familia. Compra los zapatos me dijo, los cuales, por cierto me costaron ocho bolívares… Tienes para el periodiquito, y yo te voy a mandar de Caracas alguna cosa, y te voy a escribir, y anotó la dirección. En efecto, lo hizo.

Se afianzó mi pasión por el periodismo, me fui a Boconó, allá fundé otro periódico. El Observador, salí de cuarto año de bachillerato allá, el bachillerato era de cuatro años. Pero para empezar el camino hacia la Universidad no tenía otra opción: o Mérida, o Maracaibo, o Caracas. Entonces me puse a escribir editoriales para el periodiquito; pues como derrocaron al maestro don Rómulo gallegos, escribí en El Observador contra los golpistas.

El Gobierno del Distrito, también se le llamaba Gobernador, otro gran señor pues, antes era don Rómulo Pisani en la democracia adeca, ahora don Juan Pino y cada vez que salía el periodiquito me mandaba un policía a la casa para que pasara por su oficina: Tú sabes que están suspendidas las garantías, que no debes estar diciendo estas cosas, muchachito. Vete tranquilo… si vuelves a publicar algo en tu periodiquito te voy a tener que mandar allí a… a donde están los delincuentes y los borrachitos, y los que no quieren obedecer a la autoridad.

Yo publicaba elementalidades políticas, y además algunas me las daban escritas… Un dirigentes comunista que andaba escondido, y algunos dirigentes de Acción Democrática, que eran dueños de una imprenta, me ayudaban, y así publicaba el periódico. Un día llegó el policía y me llevó directo para la Jefatura, que quedaba frente a la plaza… Y se prendió el bochinche en el liceo, que entonces era Colegio Federal, porque me habían metido preso. En la nochecita me largaron, después que acudió a mi representante, a quien le hicieron firmar una “papeleta de compromiso”.

Llegó el mes de enero de 1942. Entonces el profesor Antonio Cortés Pérez, destacadísimo educador que había sido el primer Director de la Escuela Federal Graduada de mi pueblo, primo hermano de papá, para quitarle a éste el problema de mi actuación periodística y política; a éste que seguía viviendo en Santa Ana y al cual ya le habían escrito para informarle que yo era un revoltoso, y que el periodiquito que dirigía “órgano comunista” y que ya me habían llevado como cinco veces a la policía… y era verdad esto. Me detenían durante un día, sin la noche, nada más, ¡y con las mayores atenciones del mundo!, la gente se quedaba admirada que yo, todavía de pantalón corto, fuera el preso, único preso… a veces… Y un policía, simpatiquísimo, que se llamaba Toño Apure, una vez lo mandaron a buscarme, día sábado después de haber salido el periodiquito y me dijo Mire, muchachito, váyase por la otra acera, que yo voy por esta, pa’que no digan que lo llevo preso. ¡Esas cosas hermosas de pueblo! Y de sensibilidad humanística.

Y para apartarme del foco de perturbación para ayudar económicamente a la familia y para tranquilizar a mamá la cual ya vivía en Boconó con todos los demás hijos e hijas fué que el profesor Cortés Pérez intervino; papá seguía siendo Jefe del Dispensario en Santa Ana; el profesor Cortes Pérez, que estaba con la “nueva gente” del golpe de Estado, y se desempeñaba como Supervisor General de Educación, me nombró maestro de escuela en Mitón, un pueblito muy lejos de Boconó, pero cerca de Santa Ana de Trujillo, mi pueblo. Yo podía entonces ir a ver a la familia de papá y a él caminando durante cuatro horas. Allí el 7 de agosto de 1950 cumplí 19 años; comenzaba la lucha.
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Mitón
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Llegué a Mitón el 15 de enero de 1949 y me hospedé en casa del educador Pablo Luis Zárate, quien era el Director de la Escuela, personaje popular e idóneo que disfrutaba de hacer pregón de su color bastante oscuro. Mis primeros amigos fueron Modesto Román, hombre recio, con un valor a toda prueba; don Andrés González y toda su familia; la señora Leonor Román, viuda de Valera, con sus hijas Aminda y Carmen y sus hijos José Miguel? y Heber Valera Román; allí hacía las tres comidas diarias al igual que otros comensales; Rafael Calderón, el viejo, su esposa y sus hijos Rafael, Pedro Régulo, Etelvina y la menor, Aída? Por cierto que Etelvina quiso enseñarme a bailar sin haber podido lograr su objetivo, pues que no fui favorecido con buen oído musical. Mis inclinaciones de romántico campesino fijaron la mirada en la joven María del Rosario Arráiz, lo que me causó serios problemas con la dueña, ama o protectora de la niña, ya que movió los resortes de sus amistades para sacarme del cargo de maestro de la Escuela Federal Graduada “Roberto Gabaldón Irragory”, lo cual no logró sino más bien la sustituí, en su otro cargo de enfermera del dispensario del pueblo, pues era, además, dinámica educadora, bella y gentil. Yo sabía poner inyecciones, suturar heridas y los elementales mecanismos del caso, tal como aplicar vacunas, así como usar algunos medicamentos calmantes, pues el médico despachaba en Chejendé y acudía a Mitón cada quince o veintiún días.

El Director de plantel, Pablo Luís Zárate, me llamó una mañana, muy preocupado porque alguien había llevado al pueblo un periódico de Valera denominado Crisol, correspondiente al mes de enero de 1948 y allí aparecía mi nombre en una noticia desde Boconó en la cual me felicitaban por mi actividad comunitaria y como integrante de la juventud comunista. No podía negar lo escrito en esa columna de dicho semanario y no atiné a darle al colega Zárate una satisfacción al respecto. En la noche llegué de visitante a casa de don Andrés González, el Jefe Civil, con quién había hecho amistad a primera vista porque se me parecía mucho a don Rafael Antonio Pérez, un médico sin título que de Pampán iba a Santa Ana a ver enfermos y a curarlos; me alarmé cuando me llamó hacia un ventilado corredor detrás de la sala y me dijo “¿Qué le parece? quieren maestro Castellanos sacarlo del pueblo; muchachas hay muchas y es mejor que deje de andar mirando a la niña María Rosario, pues la comadre Cantalicia es muy delicada”.

Traté de hacerle a don Andrés algunas consideraciones sobre el asunto para mí no tenía importancia, pues había tantas muchachas agradables en que el pueblo, pero no concreté nada porque me tenía muy conturbado lo que me había planteado el Director Zárate y comencé a contarle al señor Jefe Civil, quien me cortó al instante para decirme que ya le habían mostrado el periódico Crisol y que él tenía una solución salomónica, que me inscribiera en Copei y así se acabaría el rumor en cuanto a que iban a pedir mi destitución. De su casa salí con carnet verde.

Al Director y amigo Zárate no pude dejar de narrarle lo acontecido; fue a la hora del recreo del siguiente día: “Uy – me dijo – eso está peor que lo otro, qué irá a pensar Cantalicia”. No hablamos más ni de uno ni de otro caso. Las clases, la diversión y mis poemas fueron el gran sedante.

Al poco tiempo se ampliaron mis contactos y formé un equipo de beisbol del cual hacíamos dos bandos y jugábamos, incómodamente en la plaza, pues el declive era muy acentuado hacia la parte de la casa del señor José Trinidad Semprún, pero de allí salimos a un terreno atrás de la escuela, pero a la derecha del camino que conduce del pueblo para La Montaña, La Loma, Bolivia, Las Virtudes y Santa Ana; allí practicábamos y jugábamos los domingos, pero don Andrés González dejó de ser Jefe Civil y lo sustituyó don Enrique Gásperi, quién prohibió el juego de béisbol en ese sitio y me hizo llamar “a su despacho” para amenazarme si continuaba con esas prácticas.

Recuerdo que vinieron a acompañarme a la citación los alumnos Omar y Adolfo Vergara, Esteban Palma, y Humberto que vivía entre El Peonío y La Joya y del cual, no se porqué, olvidé su apellido a pesar de ser compañero de excursiones por el campo. He de decir, que estos muchachos y algunas de las damas alumnas, eran para mí algo así como condiscípulos más que alumnos y alumnas, pues cuando llegué al pueblo, tenía de edad 17 años, 5 meses y 8 días. Qué odisea, fue aquella que libré con el admirado profesor Antonio Cortés Pérez, Supervisor Escolar del Estado Trujillo, para que me nombrara, pese a que desde 1946 yo era maestro alfabetizador y luego maestro de aula en el Centro de Alfabetización “Félix Berbecí Pérez” en Boconó. Ya tendré oportunidad de relatar los acontecimientos, pues el joven bachiller que venía del Colegio Federal de Boconó era, además de menor de edad, un participante político extremista que había recibido adoctrinamiento casi familiar de los médicos Humberto González Albano, en Santa Ana, y Héctor Anzola Espinoza en Boconó, así como del ex trabajador petrolero Patricio Valero.

Me he extendido en un preámbulo de evocación después de haber leído las apreciaciones de Aída Vergara, Jesús Valera, Gledys Infante, Alejandro Gil y especialmente Omar Vergara, de cuyo humilde hogar y de su familia tengo vivo el espíritu comunal y el pocillo de peltre para el café, en la cocina, y de la sonrisa pícara y maliciosa de Adolfo, su hermano, que juntos ellos dos, mi hermano Pedro, quien fue a visitarme al pueblo y el suscrito, con otros más bajamos un domingo a un sancochito por allá más hacia el sur de La Callecita, lugar donde estaban las casas de los Perdomo y de los Patiarroy y muy cerca de la del catire Blas Infante. Cómo recuerdo aquellos palos de miche, que para todos creo que eran los primeros y el desarrollo de una borrachera que nos afectó el ágape porque mi hermano sacó a relucir un cuchillito, que no era nada extraño en mi tierra natal y nos costó mucho neutralizarlo, a pesar de la garra muscular de Omar. No digo nada, por ahora, de mi compañero entrañable Pedro Régulo Calderón porque ya tendré oportunidad de hacer, una crónica sobre él, su familia, sus aventuras y su partida de Mitón sin despedida alguna y sin causas aparentes.

Cómo recuerdo también a Carmen Cáceres, su tío Luis, su mamá y sus tías; de ella supe que se desempeñaba como enfermera en el pueblo de La Cejita a donde acudí por allá por el año 1994 a visitarla, pero sin suerte de dar con su persona. Qué grato sería que para el 15 de enero del 2009 pudiéramos hacer una tenida cívico cultural en Mitón, con ciertos visos de retorno. Yo aprovecharía para conmemorar los sesenta años de mi iniciación como docente de escuela graduada, poeta, investigador de la historia, novelista y HOMBRE, que es la única gran profesión que no nos la brinda la universidad. Seguiré evocando al calor del recuerdo de aquella Escuela Federal Graduada “Roberto Gabaldón Iragorry”, personaje del cual hablé en 1961 en Asunción del Paraguay, en un homenaje a su hijo, el embajador y doctor en medicina Francisco Gabaldón Mazzarri, quien terminaba su misión y a quien sustituí, interinamente, por dos años, del 15 de enero de 1960 al 15 de enero de 1962, cuando fui destituido por ya no tener el respaldo oficial del doctor Ignacio Luís Arcaya, quien en gesto notable había renunciado al cargo de Ministro de Relaciones Exteriores.

Se agolpan de pronto los recuerdos, como si se despertaran al compás de la meditación, mientras reflexiono sobre el ámbito de la geografía espiritual que lo mismo exalta los valores humanos o la luz mañanera, o los árboles, los sitios o la alfombra de hojarasca de las haciendas de café ¿Qué habrá sido de aquellos sembradíos entre árboles inmensos en la finca del señor Trompetero en la vía hacia Chejendé, por allí por San Felipe, si no me equivoco? y aquellos cafetales hacia La Montañita, donde vivía y laboraba mi grande amigo Melquíades? Perdomo, de los Perdomo de La Callecita, donde Medardo Perdomo, tenía una pulpería y el viejo Facio Patiarroy también y éste con su casa de habitación en la parte lateral, como también estaba en la otra orilla del camino, de frente, un poquito más hacia el sur, la casa de habitación, de afecto y de cariño imborrable de Francisco Perdomo, de quien tengo que decir que me muerde mi ingratitud hacia él y pido perdón, pues en 1972 siendo yo Cónsul General de Venezuela, pasó por Bogotá su hijo Pedro y no acerté a atenderlo ni siquiera en un apéndice de la cordialidad y de toda aquella bondad con que me trató su padre, a quién le quedé muy mal, pues que en agosto de 1950 me hizo un prestamito para mi despedida y el avío y para pagarle a Horacito Gil que le debía el valor de algunos coroticos. Le quedé mal a Francisco, tan mal que estando yo en Trujillo en 1953 en ejerciciodocente, ya casado, con dos niñas y las necesidades muy prósperas, fue muchas veces a mi hogar el simpático y amable Blás Infante con tanta decencia siempre y simplemente me preguntaba que si tenía algo para Francisco y siempre se iba con las manos vacías.

El negocio de Horacito Gil – debería haber otro Horacio para que usáramos el diminutivo - y la gallera quedaban al frente de la casa de dos plantas en que vivía esa dulce, amorosa, tierna y sufrida, Betsabé Briceño, la niña Betsabé, que debería tener entonces algo así como setenta años y en donde como yo, era huésped también un magnífico señor de nombre Alfonzo Pichardo, ya casi octogenario entonces; casa de recepciones familiares la de ella cuando para las fiestas patronales de marzo y de agosto venían de los campos petroleros zulianos la familia de don Blás Román y de Barquisimeto la de don Maximiliano Briceño, cuyas esposas eran hermanas de la dueña de la casa, así como eran también hermanas la señora de Gelvis, en El Peonío, madre de Mercedes y Ángel Custodio y doña Sara Briceño de Gásperi, y hermano de ellas el secretario de la Jefatura Civil, Antonio Briceño, de quién contaré en otra oportunidad cuánto nos unía y qué nos alejó en 1958.

A este hogar de la niña Betsabé acudía mucha gente en las tardes o los domingos; recuerdo las dos muchachitas de Manuel Amaya, una Elba y la otra Consuelo; las niñas del señor Aguiar y en especial la mayor Vianney y si no me equivoco otra de nombre Dinaura; el señor Víctor Valera y su montón de hermosas y bellas hijas y entre ellas la catira Zoila y la morena Georgina; pero en toda la esquina era asiduo penitente Ramón ¿Bravo?, hijo de don Andrés González, quién desde allí vigilaba activo e inquieto el hogar del albañil y maestro de obras Miguel Zambrano, padre de la dinámica y ferviente educadora que regentaba la escuela de La Loma, Sacramento Zambrano y de la cual estaba prendado el joven amigo.

Los chismes sobre mis inquietudes bolcheviques y referente a la joven María del Rosario, la cual nunca estuvo cerca de mí, pues la veía apenas cuando salía a la huerta familiar, llegaron a la Supervisión Escolar, en Trujillo, a donde fui llamado, lo cual me preocupó mucho, casi que me desesperó; bien recuerdo que Félix Carrillo, el versado conductor del autubucito que cubría la ruta Mitón-Valera, notó mi inquietud y en la parada para el cafecito mañanero en Las Rancherías, más allá del Chejendé, desde donde comienza el descenso hacia la llanura de Monay, me dijo que qué me pasaba y le conté que yo no quería irme de Mitón, pero sospechaba que me iban a quitar el cargo, “Encomiéndate a Dios y a la Vírgen, y todo te saldrá bien” me expresó. Así fue que cuando el profesor Cortéz Pérez me reprendió por mis acciones políticas comunistoides, me acordé de don Andrés González, el Jefe Civil, y saqué el carnet que me acreditaba como inscrito en Copei, se lo pasé al gran educador, quién lo miró apenas y me preguntó luego que si era verdad que yo “ejercía de chamarrero” y le expresé que lo que hacía era colocar inyecciones a quien me necesitara y le expliqué, además, que era enfermero porque a enfermero también había aprendido con Efigenio Castellanos, mi padre. Me citó para después del medio día y no tuve oportunidad de decirle que el autubucito que manejaba Félix pasaba por La Concepción de Pampanito a las cuatro de la tarde, cuando iba de regreso a Mitón.

La espera fue una gratísima sorpresa: el Supervisor me mandó a la Gobernación, al Despacho del Dr. Parilli, Director de Sanidad y Asistente Social. Este me recibió con gran cordialidad, no me hizo preguntas de ningún género y me indicó que esperara el nombramiento de enfermero en Mitón. ¡Increíble sorpresa! Dos cargos a la vez, pero ello acarreaba un compromiso: llevarle un oficio a la colega Cantalicia Pichardo en el cual se le participaba que había sido reemplazada por mí en sus funciones de enfermería. Sudé frío y me entró una cierta inquietud por misión tan desagradable. A la siguiente mañana emprendí el regreso a Mitón. Me presenté ante la atractiva y bella colega y le hice entrega de la correspondencia. A ella no le preocupó en nada el asunto y me manifestó, con una dulce sonrisa llena de ironía, “muy bien… muy bien, le va a entregar la llave del dispensario el compadre Antonio”, que no era otro que mi amigo el Secretario de la Jefatura.

Ya yo conocía el cuartico que servía de dispensario, situado debajo del Juzgado del Municipio, cuya sala la había transformado en dormitorio el sargento (retirado) del ejército Pedro Bastidas, quien había llegado al pueblo para ejercer de juez, pero resultó ser más belicoso que nadie, con gran valor personal, arriesgado y arbitrario. En el dispensario había poca dotación de medicamentos y en una escapadita que me hice hasta Santa Ana de Trujillo, traje, de la botica de mi imparangonable papá, Quinina para los enfermos de paludismo, Quenopodio para desparasitar muchachitos barrigones y muchachitas barrigonas, Kavitin para las hemorragias, Etilfen para tranquilizar a los angustiados, gasa, algodón, yodo, mercurocromo, e inyectadoras ¡Cuánta generosidad la del boticario Efigenio Castellanos, quién sin tener recursos económicos se llenó de complacencia porque cada día me parecía más a él en su darse por entero a la comunidad.

Cuando dos semanas después correspondió la visita al doctor, quién llegó de Chejendé, no le gustó mi decisión del surtido que tenía en un estante, como creo que no le había gustado mi nombramiento, pues había llegado a la casa de la colega Cantalicia. Me recriminó y me dijo que mi tarea era exclusivamente cumplir con sus indicaciones. Tenía toda la razón y le presenté excusas, pero seguí atendiendo a humildes habitantes que me pedían ayuda y el médico quién lo supo inmediatamente, fue excesivamente tolerante. Recuerdo que en su segunda o tercera actuación en Mitón tuvo trabajo el doctor, pues que enfermó una de las muchas hijas, bellas y lindas, de don Víctor Valera, viejo conversador muy ameno que sabía tantas historias de las gentes de mi pueblo, de Las Virtudes y de Bolivia que siempre tuve la sensación que si no era santanero, sí debían ser paisanos los padres o los abuelos. Bien, para ver a la paciente el doctor me manifestó que debía acompañarlo y así lo hice, más el joven galeno me obligó, con mucha prudencia, a que le llevara el maletín como si le diera pena recorrer la tierrosa calle con su implemento de trabajo a cuestas. Caminamos al lado de don Víctor, pasamos por el monumento a la Santa Cruz de la Joya y llegamos al sitio ¿Casa alta, de zinc los techos y el nombre del lugar El Chorro, El Chorrito, La Aguada?, realmente ahora no lo visualizo en mi geografía espiritual.

Don Víctor era también el padre de Ángel María Valera, con muy buen negocio en casa contigua a la de la niña Betsabé, pero menos comunicativo que su progenitor; seguidamente de su establecimiento estaba la casa de los Gabaldón que ocupaba don Andrés González y su familia y calle por medio la pulpería de un paisano de allá de mi pueblo, Crisóstomo Rodríguez, padre de Pedrito que creo que era blanco, muy blanco, cuya madre, la esposa del aludido pulpero, la señora Oliva, quien no parecía paisana, pero la cual hablaba, de vez en cuando, de los pomarrosales de La Arenita, en Santa Ana de Trujillo. No sé que relación había entre Crisóstomo y las fiestas patronales del 7 y 8 de agosto en homenaje a Santa Filomena, como no sé tampoco cuales eran los vínculos del viejo gigante aterrador- sólo por la estatura, pues era un San Francisco de Asís – llamado José de la Trinidad Semprun con la celebración de las otras fiestas patronales, las del papá del Niño Dios, la del carpintero San José, pero algo nos unía con estos símbolos de las celebraciones cristianas y apostólicas, así como también ese mismo algo los acercaba cuando se dañaba el motor de la energía eléctrica, que alumbraba el pueblo; constituían un equipo comunal para proceder a soluciones adecuadas, peso que no pocas veces, teníamos que pasar muchos días dándonos luz con velas esteáricas.

Al frente del negocio de Ángel María Valera estaba el caserón donde residía el Director de la Escuela, Pablo Luis Zárate, con su familia integrada por la servicial y humilde María y tres niños; aquellos serían bien pronto mi compadre y mi comadre, pues apadriné a Pablo hijo. A un lado vivía otra familia, muy del entorno de la niña Betsabé y donde Mercedes Gelvis Briceño encontró en un viejo baúl un libro pequeñito e inmenso que yo conocía ya, gracias a haberlo ojeado en mi pueblo en los anaqueles de la biblioteca doña Victoria Villegas Pacheco de Sánchez Pacheco, parienta de mi admirable, recia y piadosa Evangelina Villegas de Castellanos, mi madre. Me lo obsequió y creo que lo conservo: Dafni y Cloe, de Longo, novela pastoral de hace mil seiscientos años. Son tantas y tantas las satisfacciones y los recuerdos que escribiré más crónicas al respecto. Gran abrazo, amigo Rogelio Gil, Extensivo hasta tu familia, las mitoneras, los mitoneros y todos y todas aquellas personas que laboren allí o sean transeúntes.

Me desempeñé como maestro de escuela hasta el 52, cuando caí preso por un asunto político en el cual no estaba comprometido pero como repartía panfletos y periodiquitos clandestinos, me señalaron como “locutor” y como me reunía con alguna gente, y me vieron con un grupo que era adeco, y otro que era comunista, me metieron preso porque yo dizque estaba conspirando como cooperador en una emisora clandestina. El 2 de diciembre de 1952 fueron las elecciones nacionales. Todo el mundo reconocía que había sido derrotado el coronel Marcos Pérez Jiménez, y por esas cosas inverosímiles, el Comandante de la Policía, un Capitán Silveira, en presencia del segundo Jefe que lo era don Memo Berti, llamó a todos los presos políticos que estábamos ahí y nos dijo “Ustedes quedan en libertad, el gobierno ha cambiado”. Y salí para pasar el día en Trujillo y celebrar, pero mamá, con una visión increíble, yo ya me había casado e iba a nacer mi primera niña, me dijo: “Váyase para Mérida” y le hice caso. ¿En Mérida quién me iba a conocer? No habían pasado seis horas cuando allanaron mi casa en Trujillo. Ya estaba preso el Jefe de la Policía y su segundo, don Memo, que nos habían puesto en libertad. Pérez Jiménez tomó el poder en nombre de las Fuerzas Armadas y desconoció el proceso electoral.

En San Juan de Lagunillas, donde mi esposa Angela Robira Peña esperaba la primogénita, a la que le pondríamos por nombre Juliaknova Ninoska, con ella estuve dos días y fui a parar a un campito llamada La Trampa, como a cuatro mil metros de altura, allá acampé ocho o diez días en casa de los familiares de mi futuro compadre Angel Manuel Uzcategui, quien también habia sido uno de los presos de Trujillo, lugar a donde, en enero me presenté. Regresé al lado de la próxima madre y el 16 nació la esperada en las manos del insigne médico Perucho Rincón Gutiérrez.
En los siguientes veinte días pensé que debería hacer y regresé a Pampanito, sigilosamente y el Director del Plantel fue informado que no me habían destituido y que con el mismo cargo había sido trasladado para Carache, e igualmente mi mujer, que también era maestra. En este nuevo destino fundé el periódico Ruta, y con ella, que lo dirigía, otro que se llamó Día, yo mismo los levantaba en la imprenta, porque había aprendido tipografía en Trujillo, en la “Imprenta y Tipografía América” del gran colaborador y maestro Huma Rosario. Levantaba los tipos, uno por uno, letrica por letrica… Compré, por cien bolívares, una imprentita que una señora tenía abandonada y la cual resultó ser de alguien que había muerto tuberculoso. No hice un periodiquito político, sino literario, más que todo, y el de mi mujer era semejante.

Las autoridades de la Escuela Federal “Dr Ernst” no me habían permitido ejercer como maestro de escuela, sin embargo el Ministro me pagaba mi sueldo, pero no podía trabajar. Mi mujer y yo habíamos ido para reemplazar a unos maestros destituidos porque eran adecos, pero ellos tenían palanca con el coronel Luis Felipe Llovera Páez, que era compadre de no sé quién, y los reincorporaron. A nosotros nos seguían cancelando los sueldos por Pampanito… De Carache nos trasladaron a la capital del Estado. Hice contacto con el Gobernador, porque con otro inquieto educador como era Pablo Luis Zárate, que también era periodista, y con Ciro Alfonso Rico, que gozaba del apoyo oficial y era el Director de la Escuela, fundamos el periódico, Renovación y me dejaron en paz.

Un profesor, Ezio Godoy Briceño, me pregunto ¿Y tú por que no continuas estudios? Con un año que hagas, como eres bachiller, te gradúas de normalista y te damos una dirección. Me dieron una beca y me vine a Caracas, ingrese en la Miguel Antonio Caro, me hice maestro normalista… Pero en un año en Caracas me había traído a mi mujer, decidí no ejercer por más tiempo la docencia e ingresé a la Universidad Central para estudiar periodismo. Eso fue en el 55, 56. Hice dos años de Periodismo. No, no había esa represión que se cree, en absoluto. Incluso había gente como Omar Pérez, hoy uno de los grandes periodistas de El Universal, quien escribía en el pizarrón ¡Compañeritos, a la carga!, aquella cosa peronista…

Todos lo bautizamos como el compañerito, y seguimos diciéndole a Omar Pérez compañerito… el gocho Guerrero Pulido, que fue director de La Nación en el Táchira, comunista, repartía papelitos, Manuel Isidro Molina, que había estado preso como treinta veces por ser dirigente comunista, allá en Trujillo, se vino a la capital huyendo de aquella persecución y se metió a la Universidad, y tranquilamente…

El 21 de noviembre del 57, cuando estalló la huelga, la Seguridad Nacional se puso en guardia y detuvo a vario s estudiantes.

No, curiosamente han exagerado en eso de la represión. No había libertad, pero el 21 de noviembre, allá en la Plaza del Rectorado, hablaron como treinta estudiantes contra el gobierno del General Marcos Pérez Jiménez, y no pasó nada. No salimos, no salimos… pero adentro, no pasó nada. Había profesores adecos, comunistas, y todos disimulados… el doctor Juan Francisco Reyes Baena era bastante democrático, el profesor Alfonso Rumazo González, ese gran profesor, venía de ser un agitador de masa en Ecuador, el profesor Mendoza era comunista, el doctor Miguel Acosta Saignes, también comunista, el doctor Guillermo Korn, argentino, tiraba a la izquierda… Todo el “staff” de profesores era gente democrática, de izquierda. ¿Perezjimenistas? ¡Ninguno! El secretario de la Universidad era el ilustre doctor Luis Bertrán Guerrero, quien termina de morir… el Decano de la Facultad de Humanidades, a la que pertenecíamos, era el doctor Horacio Cárdenas Becerra, tachirense brillante, un hombre tranquilo, pausado…

Ahora, el que conspiraba, el que se metía… Ahí hubo estudiantes que no se supo más de ellos, los agarraron en cualquier lado dizque poniendo una bomba, la Seguridad inventada, y algunos incluso, fueron a parar a Guasina. Pero comúnmente se elaboraban papelitos, claro, no públicamente, pero se pasaban unos a otros los papelitos, los leían, los rompían o se los llevaban disimuladamente. Supuestamente entre los bedeles, que eran de quienes más desconfiaban los estudiantes, había espías… supuestamente. Eso tampoco, buéh…

En el 58 cayó el gobierno. Me llamó el doctor Numa Quevedo, el mismo que había sido Presidente del Estado cuando el General Medina Angarita y me ayudaba con el periodiquito, me hizo acudir al Ministerio de relaciones Interiores. Allí fui Secretario de tres Ministros de Relaciones Interiores. Y luego pasé al cuerpo diplomático, me fui como Encargado de Negocios a Paraguay, donde estuve tres años. Fue bastante duro, yo representaba al gobierno del Presidente Betancourt, y el general Stroessner no quería saber nada…

Llegó un pobre diplomático, Héctor Gallo Portiello, como encargado de negocios de Cuba. Allá no lo recibieron y trataron de asesinarlo, y yo lo aloje en mi embajada. Eso prácticamente me costó el cargo. Me llamaron acá, me pusieron a la orden de la Cancillería, siete años sin sueldo esperando cargo… el 69 triunfó el Presidente Caldera, me nombraron Cónsul General en Bogotá, me fui e inmediatamente me incorporé a la Universidad Jorge Tadeo Lozano, me recibieron en tercer año de Periodismo, hice dos años, me gradué, entre a la Universidad Social Católica de La Salle, hice la Licenciatura en Filosofía y Letras, después el Doctorado…

En el mundo de los libros empecé con un poemario que escribí entre 1949 y 1950, malísimo, se llama Canto Azul, pero es malísimo, tengo una anécdota de cuando vine a trabajar a Caracas, a estudiar en la Miguel Antonio Caro, trabajaba en las tardes libres en la Dirección de Educación Municipal, y mi jefe era el ilustre maestro y escritor Pedro Pablo Paredes, mi paisano, brillante ensayista. Entonces yo le di mi librito de poesía, que lo tría editado desde Trujillo y lo vendía a un bolívar… Como al mes de estar viendo yo el librito sobre su escritorio, un día no lo encontré y dije al fin, se ll llevó. Otro día me dije Mire, lo invito a un trago para que hablemos de su labor intelectual. Me trajo a la esquina de Santa Capilla… había un bar llamado El Parral, donde se reunían todos los intelectuales de la Asociación de Escritores, era un bar famoso en el año 55.

Nos sentamos, pidió dos whiskeys, primer whisky que me bebía en mi vida; entonces con un papelito en la mano conversaba, preguntaba sobre dónde había estudiado sintaxis, ortografía, toda esa terminología, porque si la prosodia y todas esas cosas… y me dijo Mire: en conclusión, la segunda edición de su poemario le saldrá muy económica.

Se me puso el corazón no sé de qué tamaño, cuando él me dijo “segunda edición”. Él cargaba ese papelito en la mano, y señalándolo me dijo: Porque tendrá apenas cuatro paginitas. ¿Cómo, profesor? Sí, aquí, esta es la carátula. Aquí dirá “Rafael Ramón Castellanos, Canto Azul, Segunda Edición, Caracas, 1955”. El otro lado estará en blanco, por supuesto; en esta otra “Se terminó de imprimir en tal parte…” ¡Eso es todo su libro!...

Yo, cuando se lo he contado a mucha gente, me dicen que eso me acomplejó, los sicólogos hoy hablan de esas cosas. ¡En absoluto! No fue así. Después reconocí que era pésimo, mi libro.

Mientras tanto yo estaba escribiendo una novela, una novelita costumbrista, mediocre, La Zarandalí, así llamaban a una pobre mendiga en Pampanito, buéh… que la publiqué en la Editorial La Nación, en 1955. Él la leyó también, y cuando me llamó para darme su opinión me temblaban las piernas. No está mal, no es gran cosa, pero, uuhhh, ¿se ha superado mucho! Y la Novelita tuvo sus resultados, la vendí toda. Me conocía todo el mundo de la época, don Ramón Díaz Sánchez, me metí a la Asociación de Escritores, a cada quien le vendí mi novelita a tres bolívares. Fui a El Nacional, recuerdo mucho a Miguel Otero, a Oscar Guaramato, a José Moradell, a toda esa gente…

En El Universal pues ni se diga, en El Universal colaboraba ya desde que estaba en Trujillo el año 54. Mandaba articulitos, me los publicaba el doctor Pascual Venegas Filardo, a quien no conocía. Cuando llegué a Caracas fui a verlo, me abrió las puertas del periódico, me presentó al doctor Luis Teófilo Núñez… y yo cuento, en un libro que le prologué, titulado En periodismo son muchos los caminos, una historia curiosa de mi novela La Zarandalí. Se la llevé a Pascual, él tenía aquella maravillosa columna llamada Meridiano Cultural donde exponía su opinión sobre los libros; era el más refinado cenáculo de la cultura nacional; cuarenta y más años después él sigue manteniendo una, pero aquélla era otra cosa porque se concretaba a un solo libro. Y yo tenía la gran aspiración de aparecer en Meridiano Cultural, donde ese ilustre señor dijera que yo había escrito una novela buena. Nada. Pasaban los días, nada…

Como no dijo nada en tres, cuatro meses, escribí un artículo, De Doña Bárbara a la Zarandalí, y le puse un seudónimo.

Humm… lo mandé por correo, dirigido a él, pero yo llevaba mi articulito cada quince días, por el cual el doctor Núñez me mandaba a dar treinta bolívares, que era buen dinero, sesenta bolívares al mes, era mucho dinero. Tenía un sueldo de cuatrocientos cincuenta bolívares. Un día llegué a entregarle el artículo a Pascual, y en lo que entré me dijo ¡Un momento, Rafael Ramón! ¡Párate allá, chico! ¡Yo creía que tú eras hombre más serio! ¡Tú eres un pobre pendejo! Doctor Venegas, pero ¿por qué? ¡Ah, carajo, chico! ¡Tú no mereces ser trujillano, chico! ¡No quiero saber nada de ti! Pero explíqueme, doctor, qué, yo no le he hecho nada… ¿Cómo? ¿Te parece poco lo que has hecho? ¿Escribir un artículo sobre tu novela diciendo que es una maravilla, y además compararte, solemne pendejo, con Gallegos? ¿Te parece poco eso? No, yo no he escrito sobre mí… ¿Cómo voy…? ¡Aah, no! ¡Me vas a engañar a mí! ¿Yo no leo tus articulitos cuando los voy a meter al periódico? ¡Ese es tu estilo, inconfundible! ¡Pendejo!

Se me salieron las lágrimas. Semejante regaño, delante de Guillermo José Schael, de Francisco “Kotepa” Delgado, de cómo cinco más que estaban allí en la Redacción. En lo que salía me llamó, y me dijo ¡Ven acá! Déjame el artículo. Que no se te olvide lo que te dije. Sí, doctor. Salí, y me siguió publicando los artículos. Ahora somos compañeros en la Academia de la Lengua correspondiente de la Real Española.

Y así, después, el año 57 publiqué una Historia del periodismo trujillano en el siglo XIX, después un libro más serio de investigación: Páez, Peregrino y Proscrito, antes de ese, en el 68, Guzmán Blanco Íntimo, después la Historia del seudónimo en Venezuela, Caudillismo y Nacionalismo, De Guzmán Blanco a Gómez, Un hombre con más de seiscientos nombres, que es la historia de Rafael Bolívar Coronado, gran aventurero y sabio venezolano. Estuve en Barcelona de España tres meses investigando sobre él… por el cual me propuso un grupo encabezado por el insigne pensador doctor José Luis Salcedo Bastardo a la Academia de la Lengua como Socio Correspondiente. Mi mejor libro, cero, con excepción de este de sucre, La dimensión Internacional del Gran Mariscal Antonio José de Sucre y el Derecho Internacional Humanitario, con el que gané el Premio Internacional “Dimensión Internacional del gran Mariscal de Ayacucho” en 1995. Y después Los fantasmas vivientes de Miraflores, mis vivencias sobre el gobierno del Presidente ramón J, Velásquez. Porque con él volví a Miraflores con rango de Ministro y Comisionado para Asuntos Culturales y de Publicaciones, fui miembro del Gabinete pero por esos subterfugios palaciegos casi nunca asistí a un Consejo de Ministros. Ahora estoy terminando tres, cuatro libros, todos sobre historia regional, historia de mi pueblo. Tengo ya lista una biografía de un cura realista, José Tadeo Montilla. También estoy en tratos para editar Tito Salas íntimo, pues como encontré maravillosas cosas privadas de Tito, impresionantes, hice una obra.

Mientras estudiaba periodismo, ya era vendedor de libros. Vendí libros en El Silencio, ahí en la calle, por el año 1954. En 1955 establecí una librería en la esquina de Castán, en un cuchitril. Me fue muy mal, no me alcanzaba ni para pagar el alquiler. Hacía periodismo entre las siete y nueve y media de la mañana. ¡Todo el día libre! Entonces me decidí a trabajar en la librería de un argentino que estaba exiliado aquí, el doctor Francisco R. Bello, la “Librería Viejo y raro”. Me dio la oportunidad porque ya me conocía, me había comprado folletitos. Y a los quince días le vendió la librería a un compadre mío, el poeta don Juan Cortés Pérez, porque ya había caído Perón, y el doctor Bello iba de regreso a la Argentina…

En 1962, al regresar del Paraguay, puse otra ventecita de libros viejos, comprando de aquí y de allí. En esos años también estuve en un carguito y en otro esperando mi reincorporación a la cancillería, que no se daba. Seguí acumulando libros, estuve en un cargo en el Guárico y compré una gran biblioteca en Zaraza, de un escritor, Gustavo F. Chacín… Y luego, entonces, abrí la Librería Historia en la esquina El Carmen, después la pasé a la calle El Colegio en Sabana Grande, pero con el terremoto se cayo parte de la librería y alquile un local frente al Congreso donde la ya imponente Librería Historia era centro de reunión de la intelectualidad, pero por problemas familiares tuve que venderla.

Cuando regresé de Bogotá vine a Miraflores, a crear la Dirección de Publicaciones, recomendado por el doctor Ramón J. Velásquez al doctor Efraín Schatt Aristeguieta; no conocía al Presidente Carlos Andrés Pérez. Cuando terminó ese gobierno yo era el Coordinador General de Publicaciones. Ganó las elecciones el doctor Luis Herrera Campíns, compañero mío en La Esfera, escribimos con el mismo seudónimo, José Cupertino Flores, y yo dije hasta aquí llegué en Miraflores, pues me catalogaban como adeco pero el nuevo Ministro de la Secretaria de la Presidencia resultó ser un compañero trascendente en el mundo de la diplomacia, el gran poeta e internacionalista, doctor Gonzalo García Bustillos. Y me hizo llamar. El nuevo Jefe del Estado ante quien me llevó Gonzalo, me dijo: Tú no te vas, tienes que colaborar conmigo, tú te quedas conmigo tuteándome. Yo no lo tuteé más nunca, desde entonces lo menciono y hablo con él como Señor Presidente…

Llegué a ser Director General de Publicaciones, estuve allí hasta que llegó el doctor Jaime Lusinchi. Un problemita personal… pues no acepte una representación en el exterior, con cuya insegura oferta quería sacarme de ahí Simón Albero Consalvi… entonces me hicieron una proposición deshonrosa, que yo la cuento en mi libro Los fantasmas de vivientes de Miraflores: querían ratificarme en el cargo si yo declaraba contra el Presidente Herrera y Gonzalo García Bustillos, expresando que ellos estaban incursos en la violación de la Ley de Salvaguarda y qué sé yo, y los mandé pa´l carajo, perdona el término, me pidieron la renuncia y el tal Consalvi ordenó que me pusieran todas las trabas posibles para el cobro de mis ahorros. Me los retuvieron año y medio y no me reconocieron las prestaciones sociales, tuve que demandar… se vengaron en la forma más cruel. Sí, típico de él.

El 7 de mayo de 1984 me destituyeron, me pidieron esa renuncia infame, y el 10 apareció un aviso traspasando este local. Yo venía acumulando libros, pero cantidad… había comprado como siete bibliotecas. ¿Dónde? Los tenía en mi casa, he vivido en una buena casa. Instalé esto, mira, lo llené de libros en dos semanas, y el 6 de julio nació la Gran Pulpería de Libros Venezolanos, con la presencia de Luis Herrera Campins, Ramón J. Velásquez, Miguel Ángel Burelli Rivas, Carlos Canache Mata, cantidad de gente amiga de todos los partidos.

La inauguré, con un gran entusiasmo. Yo pensé que ser librero en 1984 era igual a serlo treinta a o veinte años antes. Esto era de puertas abiertas, puse tres, cuatro escritorios para estudiantes que quisieran venir a consultar. Aquí hay muchas cosas que no están ni en la Biblioteca Nacional. Yo tenía esa ilusión, había mantenido como un centro de tertulias la Librería Historia, pero no… me encontraba con gente presuntamente honorable robando libros, metiéndolos en un bolso, gente que yo ayudaba incluso en tesis… traían a una dama equis o a un… aquello era un desastre. Hasta que por tantas decepciones, fui reduciéndome, he llegado hasta la circunstancia de tener esto cerrado. Recibo a uno que otro cliente, tocan el timbre, el intercomunicador y atiendo… tengo encargos del exterior, vivo de libros, y vivo bien, vivo mejor ahora. Sigo manteniendo la librería, y disfruto los libros, y aquí escribo, y en mi casa escribo todas las noches alguna cosa. Y aquí me quedo.


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1 SAMI ROZEMBAUM es Licenciado en Comunicación Social egresado de la Universidad Católica Andrés Bello, Urbanista por la Universidad Simón Bolívar. Es profesor en la Escuela de Comunicación Social de la UCAB, y actualmente cursa una Maestría en Lógica y Filosofía de la ciencia en la Universidad Central de Venezuela. Rozenbaum ha sido productor de programas de radio en La Emisora Cultural de Caracas y en Jazz FM. Recibió el Premio Andrés Mata en 2000 por su tesis de grado Ciencia, Seudociencia y Anticiencia: cómo los medios colaboran con la desinformación del público, con la que también obtuvo en 2001 el Premio Bienal ININCO como “Mejor trabajo sobre Comunicación de las Universidades Venezolanas”. En 2004 ganó el Premio Arístides Bastidas de Periodismo Científico, mención Opinión, por su trabajo como coordinador de la revista electrónica Lúcido, órgano de la Asociación Racional Escéptica de Venezuela.





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Rafael Ramón Castellanos



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