agosto 13, 2009

APUNTACIONES SOBRE LOS “RECUERDOS DE LA REBELIÓN DE CARACAS”

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ESPECIAL PARA LA REVISTA “BOLÍVAR”
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I


El libro de José Domingo Díaz sobre la revolución independentista de Venezuela, es una pieza bibliografiílla muy difícil de encontrar. No simplemente porque se conoce únicamente la edición original, sino porque desde hace muchos años surgió en nuestro país una corriente bolivariana que ha aducido que es preciso borrar por siempre tan “funesto” testimonio de antinacionalidad. Sin embargo, los coleccionistas de libros y algunos de nuestros más destacados historiadores, lo poseen. En la biblioteca del museo bolivariano existe un ejemplar en perfecto estado de conservación. A sus páginas hemos acudido para pergeñar estas notas.

Dentro de la actual interpretación de la historia encontramos fuentes robustas que permiten justificarnos en las apreciaciones que haremos. Por tal razón estamos en desacuerdo con la tesis del silencio y la ocultación de tales paginas, porque creemos que con ello contribuimos a forjar una conciencia apretujada de pasiones sin importancia. Lo lógico es hacer conocer la obra, divulgarla y aclarar muchos conceptos que dentro de ella misma se desarticulizan y que si asumimos la tarea de cotejarlos encontraremos una norma fácil y elocuente de consumir lo destructivo para que lo verdaderamente sano, lo que implica la acción de los pioneros de nuestra independencia, emerja y dé luz.

José Domingo Díaz nació en Caracas. Su biografía es algo complicada y difícil, ya que no están claros sus ascendientes. Dice Juan Vicente González en su trabajo sobre José Félix Ribas, (edición Maracapana, pág. 215) que según el rumor público, era hijo de un médico romancista llamado por el vulgo Ño Juancho Castro; casi lo dice también el pasquín que se puso en Puerto Rico, siendo intendente de aquella isla:

..........“viva el luminoso astro
..........“de puerto rico el valiente;
..........“que viva nuestro intendente,
..........“el hijo de Juancho castro”.

Dice el mismo González en el citado libro, (páginas 214-215) algo suficiente para hacer la biografía de Díaz. “pero falta un periodista, falta un retrato en esta galería, José Domingo Díaz, futuro redactor de la Gaceta de Caracas, bajo el Gobierno español, quien se ensayaba entonces por medio de epístolas virulentas en el espantoso papel a que estaba destinado.

“José Domingo Díaz exigía de la historia un serio examen y nosotros hemos instruido su proceso leyendo con la pluma en la mano sus cartas, periódicos, sus diferentes escritos.

“El apologista furioso de la tiranía fue recogido una noche a las puertas de una familia pobre de Caracas, que recibía para educarle misteriosos recursos (I). Era alto y flaco, de rostro largo y enjuto, huesudo, de ojos verdosos, inquieto, de una actividad turbulenta y febril. Poseía también cualidades incontestables, la sobriedad, un amor al trabajo infatigable, excesivo. Después de haber hecho sus primeros estudios, siguió la carrera de la medicina, donde aprovechó sin duda, ya que se le ve alternando a principio del siglo con los doctores Salias y Limardo, Alamo, Tamariz y otros muchos, y obteniendo al fin el empleo de médico en el hospital, que le disputaban.

“Ávido de conocimientos, quiso tentar también el estudio de las letras, para las que se necesitan disposiciones naturales aun más que la aplicación y constancia. Hasta osó escribir y ensayarse en el drama, luchando en el Monólogo de Luis XVI con González, ingenioso autor del Aníbal, y esforzándose por humillar a todos los de su época, con su Inés, de ridícula memoria”.

González sigue en su obra la trayectoria anti-patriótica del panfletista real y lo define ampliamente, negándole méritos para la tarea de escribir historia o llenar columnas de periódicos.

José Domingo Díaz, por causas fortuitas en el destino de los hombres, y hasta por el duro complejo de inferioridad que lo mantenía encerrado dentro de su misma inconsecuencia, se declaró enemigo de la causa independentista de América, y fue uno de los timones de la opresión española, hasta el punto de decir en su libro insensateces tales como que participó abiertamente en la eliminación de muchos patriotas de destacada actuación, que cayeron víctimas de las incomprensiones de los movimientos guerreros, como en el caso del General Manuel Piar.

Pero entremos al tema. Habiendo leído las opiniones que sobre el siniestro personaje hace uno de nuestros mejores historiadores, nos queda ahora ubicarlo en su pasión política a través de las páginas de su libro. Para 1797 cuando fue descubierto el complot de Gual y España, José Domingo Díaz era un mocetón que ya quería hacerse presente en muchas partes y opinar. Esta revelación la vemos palpablemente cuando hace mención del ajusticiamiento en la plaza mayor de caracas del patricio Jose María España el 8 de mayo de 1799. Despierta el aprendiz de historiador como un amigo fraternal de la pena capital para los actos de no acatamiento a la autoridad absolutista del monarca español. Su satisfacción no es pequeña cuando narra este infausto suceso. Algún tiempo después tiene conocimiento de la invasión por las costas de Coro del General Francisco de Miranda, cuya dimensión política no analiza, porque juzgándose amigo de los jóvenes que después harían la revolución americana en Caracas, cree más conveniente callar.

El José Domingo Díaz monárquico y atribilario vive en una sociedad en donde se siente cohibido, apesumbrado, víctima tal vez de la historia tejida a través de su origen. Así llega el 9 de abril de 1808 cuando sufriendo de cierta enfermedad tiene que salir del país buscando mejores climas. Se residencia en España hasta marzo de 1810, fecha en la cual se embarca para Venezuela a donde llega el 26 de abril del mismo año, pocos días después de la constitución de nuestra Junta Suprema. Desde este momento empieza su labor socavadora e indigna, que le da oportunidad para escribir mas tarde su incoherente libro que venimos de analizar. Como no fue partícipe de los sucesos en marcha durante su ausencia los narra a su manera, y aunque podría haber hecho la historia de la revolución para destrozar a ésta y por ende destrozar a sus colaboradores, no lo hizo así por su falta de talento. Simplemente se dedicó a escribir unas páginas que se chocan a cada paso en los juicios y que entre líneas dejan proyectarse con todo su alcance y su raigambre popular el glorioso acontecimiento del 19 de abril, así como la personalidad de cuantos hombres intervinieron en forjar tal crisol de grandeza republicana.

Tan equivocados son los juicios de José Domingo Díaz en este libro, que no solamente se puede anular la obra por sus errores y porque estamos nosotros en la defensa de los intereses nacionalistas; sino que en la misma época encontró a quienes lo trataron de informal y de mentiroso. Así es como un realista que nunca estuvo tampoco de acuerdo con los postulados de la libertad americana lo desautoriza en muchos de sus comentarios. Se trata de Francisco Azpúrua, quien publico unas “Breves Observaciones que a los Recuerdos que sobre la Rebelión de Caracas acaba de publicar en esta corte el señor don JOSE DOMINGO DIAZ, intendente que ha sido de la isla de Puerto Rico”, en Madrid, en la Imprenta de Don Eusebio Aguado, 1829.

“Acaso la falta de noticias -escribió Apúrua- veraces sobre algunos acontecimientos importantes, o la equivocación con que se los suministraron, puede haber dado motivo a la tergiversación con que los ha entendido: por lo mismo quiero yo presentarlos tal como sucedieron…” (pág. 1).

Este contrincante de Díaz también pinta la situación a su manera, pero lo desautoriza por mentis. “Estoy persuadido –dice- que el ánimo del señor Díaz no habría sido el desfigurar hechos públicos y constantes, ni menos el vilipendiar a las personas que siempre deberán tener un lugar muy distinguido en los anales de esta historia, y que sólo la transmisión de relatos poco veraces, recibidos a su regreso a Caracas de la Península, en donde se hallaba cuando estalló aquella furiosa rebelión, y las que después pudieron comunicarle encontrándose emigrado en la isla holandesa de Curazao al tiempo que se estrelló el rebelde Bolívar con su ejercito en la plaza de Puerto-Cabello, defendida gloriosamente por sus moradores, que sin dejar de poner en uso toda clase de medios salvaron a aquel precioso baluarte de la fidelidad de Venezuela, y cuyo suceso sirvió para que el intrépido y valiente jefe Don José Tomás Boves destruyese el ejército insurgente, han podido hacerle incurrir en algunas equivocaciones notables”.

Sin embargo debemos dar primero algunos detalles sobre la obra. José Domingo Díaz la publicó con el nombre, ya citado de “Recuerdos de la Rebelión de Caracas”, imprenta de D. León Amarita, Plaza de Celenque, en Madrid, 1829. Por ninguna parte encontramos su nombre, aunque sí al final su firma autógrafa, con la misma tinta que utilizó para hacer algunas muy pequeñas correcciones de errores de imprenta que se deslizaron en la edición.

El libro tiene cuatrocientas ocho páginas, en formato diez y seisavo de pliego, impreso en tipo negro profundo, de doce y diez picas, utilizando este último para los documentos que insertó.

Lo primero que analiza Díaz son las causas que motivaron el movimiento que culminó brillantemente el 19 de abril de 1810. Entre todas destaca la poderosa influencia de los filósofos franceses, la introducción de extranjeros a las tierras americanas, el contrabando de libros prohibidos, el cual se facilitó desde el momento en que la Corona permitió que algunos otros barcos entraran a nuestros puertos; la residencia en estas regiones de algunos extranjeros absorbidos por las doctrinas de la revolución francesa, y el libre comercio con potencias ajenas a los reinos de España.

Pero Díaz no se circunscribe a este análisis, sino que emite la opinión que desde un principio de su carrera le merecieron tales causas. Es así como manifiesta que en esa época los gérmenes revolucionarios deberían haber sido arrancados de raíz, utilizando la pena de muerte con mayor facilidad. Así lo hace constar cuando relata el sacrificio de José María España, aunque en la misma página acepta, tal vez confundido y desencantado que ya habían otros factores muy poderosos en juego. Expone que el Capitán General D. Manuel de Guevara y Vasconcelos cumplió muy bien su compromiso con el reino al presionar para que fuese aplicada la ultima pena al acusado, pero que “sin embargo de la severidad, política y actividad de aquel funcionario, uno de los más dignos que ha tenido la nación, la juventud principal de Caracas estaba ya corrompida, y muy distantes de extinguirse ideas, principios y aspiraciones solo comprimidas por el temor de la pena” (pág. 6).

Díaz quiere justificarse en su libro como el más puro de los defensores del Rey. A tal extremo llega que no se limitó a mentir sobre la consistencia de los sucesos, sino que no encontrando apoyo para sus opiniones dentro de su temperamento antipatriótico, también abarco su pluma el honor de sus mismos correligionarios. A ciertos gobernantes españoles culpa de que en América hubiese estallado tal movimiento revolucionario, porque aquellos no tuvieron valor para la represión, ni carácter para imponerse. Se manifiesta contra el hecho de haber permitido el gobierno colonial las manifestaciones de 1808 para desconocer al nuevo Emperador francés y para pedir por el Rey Fernando VII. Y lo hace argumentando que esas fueron aprovechadas por los sediciosos contaminados desde hacía años por Juan Bautista Picornell, Manuel Cortés Campomanes, Sebastián Andrés y José Laz. Los favoreció pues, según el historiador real, el tenso clima internacional, ya que el grupo de caraqueños “ignoraba el arte de rebelarse y quiso prácticamente aprenderlo” (pág. 9). En conclusión asevera que sin los hechos “desgraciados” acaecidos en España por 1808 América hubiese permanecido fiel al Rey por muchos años, y todo conato de rebelión hubiese sido fácilmente desintegrado. Fatal error de Díaz, cuando ya había hecho referencia a una conciencia política y revolucionaria.

Para leer este libro hay que desligarse de la ilación de los sucesos más descollantes de nuestra historia. Díaz adelanta, retrocede, se esconde y ataca en varias direcciones. Por eso vamos a seguirlo por sus “memorias timoratas”, que así puede denominarse el dicho trabajo. El autor, que formaba parte de la oligarquía de Caracas, porque a ella había llegado purgando su complejo de origen –como manifiesta Juan Vicente González asistía a las veladas y demás actos de la “élite” y dentro de ella se vanagloriaba de su pasión política. Por eso analiza la revolución desde dos ángulos. En el uno estaba esta oligarquía que lo trastornaba por el deslumbre de cultura y de economía, la cual aspiraba a tomar el poder para imponerse de acuerdo con sus ambiciones administrativas. En el otro militaban los que instigaban a aquélla a la revolución, pero con otros principios y animados de sentimientos populares, interesados en comprometer a los ricos para sacarles provecho y luego enfocar la revolución contra ellos.

Esta forma de exponer las cosas coloca a José Domingo Díaz en el terreno de la poca autoridad política y moral. Ataca a esa oligarquía por ser títere de los jóvenes de abajo y ataca a estos jóvenes de los cuales más adelante hablará, tildándolos de viejos compañeros (págs. 11 y 14). Tanto lo uno como lo otro es un error apasionadamente expuesto. Estos jóvenes son los descendientes de esa oligarquía. Esa oligarquía conspira abiertamente, por la influencia de las nuevas doctrinas. Y para complemento, en la revolución de Caracas hubo un todo compacto, una verdadera unidad: fue el golpe maestro de todos los buenos venezolanos.

Pero Díaz no hace mención alguna del por qué esa oligarquía estaba girando hacia los postulados de esa juventud revolucionaria, aunque lo deja ver mas adelante haciendo referencia al por qué los blancos criollos se tornaban amigos de la “hez” y enemigos de la burocracia instituida por el régimen español en sus colonias. En este aspecto el escritor se confunde y deja abierta la puerta de las justificaciones independentistas, especialmente cuando se refiere a la actitud del Mariscal de Campo Don Vicente Emparan, quien al ser designado Capitán General y Gobernador de Venezuela se trajo consigo a Don Fernando del Toro “quien de un simple Capitán de la Guardia Real había sido elevado al empleo hasta entonces desconocido y creado únicamente para él” (pág. 12).

Parece ser que José Domingo Díaz aún cuando posteriormente defiende a Emparan trata de descargar sobre él toda la responsabilidad de la pérdida por España de sus jugosas colonias. Dice que a raíz de los comentarios sobre la “conjura” el Capitán General confinó a varios ciudadanos que presumiblemente estaban comprometidos, en tanto que uno de los principales, se quedaba tranquilamente en la capital, porque aquel tenía como uno de los mejores amigos a “Don Simón Bolívar”, entonces Teniente de milicias del Batallón de Blancos de Aragua, y de veinticuatro años de edad; joven ya conocido por un orgullo insoportable, por una ambición sin término, y por un aturdimiento inexplicable” (pág. 13), el cual era el aludido.

Díaz, en concreto, no era partidario de gestos de comprensión de parte de los funcionarios españoles. Su criterio era tan obtuso que aspiraba a que los que estaban en lo que el denomina “la conjura” fuesen aniquilados. Testimonio de su pensamiento de opresión es lo que escribe cuando el Gobernador anunció el 17 de abril de 1810, las noticias de la ocupación de las Andalucías por ejércitos franceses: “¡Paso inconcebible, impropio en la forma de Gobierno que regía, y el más conforme a animar a la conjuración!”. (pág. 14).

Aunque el autor de RECUERDOS DE LA REBELION DE CARACAS buscó todas las formas para atacar a dicho Capitán General, por mostrarse complaciente con los conspiradores, por asomar las condiciones de la lenidad, demuestra que en aquel hombre había una personalidad con ciertos relieves, así narra que en la mañana del 19 de abril de 1810 antes de asistir a la Misa de Viernes Santo, en la reunión a la cual fue llamado por los insurgentes, hizo gala de donosura. “El Gobernador oyó tranquilamente la proposición, y contestándole que después de los santos oficios de aquel día volvería a reunirse a ellos para tratar detenidamente un asunto de tanta gravedad, salió de la sala y ellos contra lo que tenía convenido lo dejaron estúpidamente salir”. (pág. 16).

Lo sucedido ese día en la puerta de la Catedral de Caracas es conocido de todos. Nuestros viejos historiadores lo han narrado con gala de sabiduría; testigos presenciales de los sucesos dejaron constancia de ello. Sin embargo José Domingo Díaz, que para el momento venía hacia Veneuela los ofrece en la forma siguiente, donde falsea mucho la verdad: “El Gobernador y Capitán General entró en la plaza: la guardia del vivac se formó e hizo honores de ordenanza: pasó por delante de ella: siguió para el templo en cuya puerta estaba formada otra de granaderos del regimiento de la reina; y al pone el pie en sus umbrales, le alcanzó Francisco Salias que había a carrera atravesado la plaza: le tomó por el brazo le puso un puñal en el pecho, y le intimó que volviese al Ayuntamiento. En este instante terrible el sargento y los granaderos prepararon voluntariamente las armas para salvar a su General; pero el Capitán Don Luis Ponte que los mandaba, ordenó lo contrario y obedecieron. Entre tanto, el Capitán General en medio de esta escena y de la confusión que ya con su vista (sic) reinaba en el numeroso concurso de gentes que iban al templo, ni habló, ni hizo otra cosa que volver con Salías a las casas consistoriales. Llegó y entregó con el mando aquellas provincias, y una gran parte del mundo al incendio, al robo, a la muerte y a la aniquilación”. (pág. 1).

¿Dónde deja José Domingo Díaz el pasaje referente a la aglomeración del pueblo frente a la casa en donde estaba reunido el ayuntamiento? ¿Por qué no hace mención a la intervención gallarda del Canónigo José Cortés Madariaga, a quien sitúa lejos de toda actividad, esperando el desenvolvimiento de los sucesos en su respectiva iglesia? ¿Dónde esta la conciencia del historiador cuando no reseña en modo alguno el momento en el cual el Capitán General se somete a la opinión de ese pueblo le consulta si quería que el siguiese gobernando? Díaz fue incapaz de decir que al unísono, todos respondieron con el discutido y valiente “No lo queremos”. Es algo al margen de la narración porque no le convenía dejar constancia de que fuerzas de todas las capas sociales, poderosas en el conjunto, estaban apoyando decididamente la acción y la labor de esa veintena de “conjurados” que él quiso mancillar.

Por otra parte el autor de RECUERDOS DE LA REBELION DE CARACAS, fincando sus garras en la personalidad de muchos de los patriotas, dejaba siempre escapar alusiones que lo ridiculizan, porque convino en hacer una historia parcializada que en cuanto al todo general, estuvo casi en contra de los postulados que exponía. Por ejemplo, y en referencia a lo que comentamos en anterior párrafo, al hablar del Canónigo José Cortés Madariaga, dice que éste “dirigía la conspiración, que esperaba allí (en la Iglesia de la Merced) su resultado, y que era uno de aquellos hombres a quienes la naturaleza ha formado para la rebelión”. (pág. 17).

Y aún cuando diversificó sus enfoques para enjuiciar deshonestamente a los revolucionarios, deja proyectarse un aspecto que él tal vez ignoró definitivamente. Emerge el sentido social, político y económico de los principios de la Junta Suprema. En lo que copiamos de seguida trata de estampar manchas sobre la personalidad de algunos de los titanes de nuestra Independencia, pero logra solamente abrir un camino para analizar favorablemente el programa de gobierno de estos “conjurados”, y dejar crecer la visión revolucionaria: el comienzo de la gran batida contra graves males, que aún desgraciadamente tienen vigencia porque este primer movimiento fue duramente castigado y porque en Venezuela aún no se ha consolidado un paso sistemático y firme que cristalice el triunfo de los principios dialécticos propiamente dichos. Remitámonos a las páginas del libro:

“Las rentas reales de Caracas después de cubrir todos sus gastos, daban un sobrante de seiscientos a ochocientos mil pesos fuertes por año, que debían ser remitidos a estos reinos (escribía en España). Los intendentes siempre solícitos de la prosperidad de los pueblos confiados a su protección y cuidado, disponían que este sobrante se repartiese por mitad entre europeos y americanos, comerciantes y hacendados, tomando letras a favor del Ministerio de Hacienda, pagaderas a los cuatro meses vistas, y aseguradas con las firmas correspondientes. Así: este numerario no se extraía del país, al mismo tiempo que los partícipes recibían un beneficio importante a sus fortunas.

“En los días 10, 11, 12 y 13 de aquel mes se había hecho la distribución de una parte del sobrante que existía. El Marqués de Casa León, comisionado por la Junta central gubernativa del reino para remitir carnes y zapatos a los ejércitos españoles que luchaban contra el usurpador Napoleón en estos reinos, había recibido cincuenta mil pesos; Don José Joaquín de Argos, comerciante europeo, treinta mil; Don Simón Bolívar, treinta mil; el Marqués de Mijares, treinta mil; Don José María Ustariz diez y seis mil, y así otros varios de ambas profesiones, europeos y americanos.

“Así pues: la primera providencia fue la de citar a aquellos que no eran del número de los conjurados para que se presentasen inmediatamente en la sala consistorial, y allí fueron intimados para la devolución del dinero recibido”. (págs. 18 y 19).

El empeño de Díaz en adulterar la verdad –diez y nuevo años después de la Declaración de Independencia- no logró posiciones. Creemos que su reputación descendió un poco más, porque estuvo cegado por la pasión. Pese a todo ello, para nuestro bien, narró ciertas partes con exactitud, especialmente aquellas en las cuales no encontró forma alguna de tergiversarlas. Esto se puede analizar cuando refiere la prisión del Capitán General Emparan, los Ministros de la Real Audiencia, el Intendente, el Auditor y el Subinspector de artillería (pág. 19), o cuando menciona la publicación de los manifiestos o la designación de los comisionados.

Aunque en el tiempo ya roda la obra estaba hecha, Díaz quería desprestigiar la revolución. Recuérdese que en Venezuela en 1820 estaba palpitante el contenido anti-unitario del movimiento de la Cosiata, y Páez se crecía, de espaldas al Libertador, que gobernaba Colombia. Pero esa tarea le fue muy difícil, por la grandeza misma de los hechos. Hay que admirar como nuestros patriotas en ese 19 de abril sentaron las bases definitivas, que el autor de este libro, no estudió, sino que las dijo, sin caer en cuenta que se desautorizaba: estos hombres de la libertad americana tomaron en esa mañana toda clase de precauciones, informaron al pueblo de lo sucedido, lo enseñaron en minutos a aceptar las determinaciones oficiales, y labraron un pedestal que se levantó muy alto para atraer a todas las demás provincias.

En conclusión de esta primera parte de nuestro modesto trabajo, diremos que el libro no tiene mayores méritos para ser tenido como un eslabón diabólico contra nuestra naciente república. Díaz demuestra que no tiene contextura para juzgar marcados sucesos de nuestra historia. Su febril estado de ánimo monárquico y feudal –producto de sus antecedentes sociales- o situaron en una encrucijada donde no se destacó ni contra la causa independentista, ni en la defensa del Reino Español.
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Rafael Ramón Castellanos.
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(Continuará)
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Tomado de la Revista Bolívar, órgano del Museo Bolivariano de Venezuela. Nº 2. – Caracas, 24 de julio de 1959.- Año I.
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NADA NUEVO SOBRE RUFINO BLANCO FOMBONA

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No es un oficio cualquiera el libreo. Por el contrario, se trata de un oficio complejo, difícil, terco, al cual es necesario (me parece) dedicarle la vida. El librero necesita, en primer lugar, una ilimitada pasión y en segundo término una cultura sin límites. El librero siente el tumulto de los libros en sus estantes y, al mismo tiempo, el olor de cada libro. El librero selecciona con pasión éste y aquel libro, lo manosea, lo prueba al hojearlo y ojearlo, lo huele y lo acomoda cuidadosamente. Como el librero Luis Bardón Mesa, quien en su librería de viejo en la Plaza de San Martín, en Madrid, me mostró el único ejemplar de la edición del Quijote de 1647 y me lo traje para la edición facsimilar, muy “donosamente ilustrada” por Maestros Venezolanos, de 1992, y el otro en la Calle León, Madrid de los Austria, donde se encuentra la Real Academia de la Historia, a quien le compré un Diógenes Laercio traducido directamente del griego y editado en 1914.
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Un librero puede ser filósofo como el de la novela Ella que todo lo tuvo, o historiador como mi amigo Don Rafael Ramón Castellanos, en su bien ordenado laberinto llamado La pulpería del libro. Lo traigo a esta página porque en mayo de 1970, en Bogotá, me dedico su libro Rufino Blanco Fombona y sus coterráneos. Es librero y biógrafo en su obra fuera de pote Rufino Blanco Fombona – Ensayo bibliográfico (Ediciones del Congreso de la República, Caracas 1975, 514 págs. 21 cm.).
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Mucho se ha escrito sobre ese clásico del siglo XX en lengua castellana o española, como está expresado en el primer Diccionario de esa lengua nuestra de cada día. Y por supuesto en la leyenda, en el enorme anecdotario sobre su escabrosa vida de conquistador, tal vez no queda más remedio que dejarlo con ese estudio suyo sobre los creadores de estos pueblos que van desde México hasta Chile, cuto, bien hablado, Andrés Bello, Pablo Neruda, Pedro Cunil Grau, donde también se contagió Mariano Picón Salas, y la pobre Argentina de hoy contaminada de peronismo después de haber sido la ilusión de Luis Beltrán Guerrero, con Ernesto Sábato y ese peregrino de las literaturas de nombre Jorge Luis Borges, el de la “biblioteca” ilimitada. El conquistador español del siglo XVI es el fundador de los pueblos y ciudades maravillosas que ya son viejas de quinientos años.
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Pues, sobre Rufino Blanco Fombona hasta este oscuro escritor de provincia, anticaraqueño, pero venezolano de raíz profunda, conoce anécdotas que ya las ha contado en sus conversas en uno y otro lugar allá, en la Gran Vía, que está en Madrid, y en la Sabana Grande limpia de malandros con Caopolicán Ovalles y otros de su temperamento y cultura de la alegría.
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En los años cincuenta, del siglo pasado naturalmente, conocí a Don Rafael Cansinos Assems (1883-1964) en tertulia con un caballero venezolano, gran conversador, ilustrado con la historia política desde Castro y Gómez a Pérez Jiménez, desde Tovar a Caracas, Don Julio Consalvi. Tal vez publicó su anecdotario lleno de picardías y de saberes de alcoba y de palcos. Pero también conversé con Don Rafael en su casa madrileña para anotar en papeletas algunos recuerdos suyos de Rufino Blanco Fombona de quien fue amigo traductor para su Editorial y colaborador. Cansinos Assens escribió novelas, cuentos, ensayos, polígrafo y políglota.
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Estaba el señor Caro en su oficina, al frente de su editorial. Recibe a un americano llamado Rufino Blanco Fombona. No lo conocía. La visita tenía por objeto la solicitud del forastero: que le publique un libro cuyo original le coloca en su mesa. El señor Caro le atiende. El original será considerado. No, es para que me lo publique y aquí está el contrato. Desapareció la editorial Caro Regio y la Editorial América es todavía famosa, como queda demostrado en el ensayo Biobliográfico de Rafael Ramón Castellanos.
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Por supuesto que tengo anotadas otras bravas acciones rufinescas en Madrid. Sólo quería, en realidad, dejar constancia de la lectura que termino de hacer: la última biografía. Se titula Rufino Blanco Fombona entre la pluma y la espada; su autor Andrés Boesner que algo tendrá que ver con un gran señor escritor, profesor, internacionalista, Don Demetrio Boesner. Un libro limpio, quiero decir, bien escrito, bien documentado, sin prisa y sin pausa. Don Rufino, cuyas “fuentes primarias” tengo leídas, seguirá encaramando en la leyenda.

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Artículo de Guillermo Morón. Periódico 2001. Información. Caracas, 4 de agosto de 2009. p. 5
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