agosto 24, 2009

JUICIO SOBRE UN LIBRO DE RAFAEL RAMÓN CASTELLANOS

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Trujillo, algún día de Julio de 2009.
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En un pedacito de Trujillo y con Santa Ana en el alma, en el corazón y en las venas.
Minerva.
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Mi estimado señor, ¿cómo se comienzan unas líneas hacia quien no conoces, pero que te inspira un profundo cariño, un inmenso respeto y profunda admiración?

Doy con un libro de mi madre en mi pequeña biblioteca -libro que tomé entre otros para llevarme un poquito del corazón de ese hogar materno al mío- y me apego a la idea de que tal vez usted sea dueño de una buena memoria, entonces escribo mis primeras palabras hacia usted: “que dios te aleje hijo, de la hora de los elogios”. ( …) Relacionadas éstas con la bendición que Don Mario Briceño Iragorry recibía de su abuela “en las claras mañanas trujillanas”, según el comienzo de un discurso suyo. La venerable matrona explica cuál era el concepto de ella alrededor de aquel dicho, cito: “Habló acaso de que en nuestra patria la hora de los elogios se alcanza siempre tarde o cuando menos en la necrología de la fecha en que la muerte llega. Se exteriorizan juicios sobre las bondades del desaparecido, su inmaculada justeza, su rubro de dadivoso paladín, su jerarquía de señor de valor y de la guerra, sus méritos de padre ejemplar e hijo adusto. Y ya para qué, agregaba la inhiesta señora”. (Palabras tomadas de un librito titulado: Don Mario a veinte años de su nueva vida (1978). Discurso de orden pronunciado por el historiador Rafael Ramón Castellanos en la Asociación de Escritores Venezolanos el 7 de junio de 1978).

No quiero presentarme todavía, ya que yo le conocí a usted un día de éste mes de julio sin ningún tipo de presentación en una noche de insomnio, cuando alargué mi brazo a mi pequeña biblioteca… pero imagino que de esa manera se conoce a los escritores.

Allí, en mi biblioteca, se colaron cuando me mude del hogar materno al mío unos libros. Libros que con toda la intención tal vez de quedármelos, o tal vez con la intención de llevarme un poco de la sustancia que había alimentado a mi padre y a mi madre -aún no lo sé, y será una incógnita- pero en fin, unos libros que ahora reposan un poco empolvados en la mía. Allí, entre los colados, observé: “Entre el Vitoró y Casaña”. “Crónicas para el recuerdo de Don Efigenio en Santa Ana de Trujillo”. Rafael Ramón Castellanos. (1997). Y con pluma suya la firma estampada: “A Emiro Materano, cordialmente”.

Debo decirle, con mucho respeto y admiración y si se me permite utilizar esta palabra para la acción realizada, que lo “devoré” esa misma noche, hoja por hoja, crónica por crónica y, desde ese día, lo he releído unas cinco veces, hasta el punto de sacarle una fotocopia, respetando el original, para poderlo rayar, subrayar y tomar algunas notas. Debo decirle que usted me hizo conocer con la sencillez y la humildad de sus escritos al pueblo de mi padre, a su gente, a sus amigos, me mostró de manera dulce a mis ancestros, me hizo explicarme y conocerme a mi misma, y humildemente me hizo conocerlo sin ninguna presentación a usted, porque en cada crónica hay un pedazo de su alma, no se pueden escribir palabras tan bellas y tan cargadas de uno mismo si no se deja algo de uno mismo en cada una de ellas. Por tal razón, sin ser conocida mi respetable señor, reciba de mi un elogio, un elogio humilde y en vida, por haberme regalado una semilla, o un abono, o no sé como llamarle, “algo” una “esencia” de mi origen.

Por su libro lo primero que supe de usted es que su padre murió un 29 de Julio de 1996. Por casualidad yo le estoy leyendo en julio. Y por sus palabras en casi todas las crónicas aprendí que le quiso y le admiró mucho, por ejemplo recojo las siguientes si me lo permite: “ahora que mi padre ya no está, pues se fue calladito sin darnos la oportunidad de cumplir nuestro deseo de verlo en el centenario de su nacimiento escribo ésta crónica con la más ecuánime posición de cariño” (tomado de la crónica: Burelli Presidente, consigna de honor). En otra: (…) “y que me ha sido paliativo para que amaine la tempestad de dolor que me causó la reciente desaparición de Don Efigenio Castellanos Pérez, mi padre…” (Tomado de: El Historiador Carlos Andrade Villegas y un raro mapa colonial). Yo a mi padre también le quiero y respeto mucho, y aún lo tengo y le disfruto.

Todo el lenguaje utilizado, cada palabra de la crónica “La virgencita india, Nuestra Señora Santa Ana”, significó para mí conocerle un recuerdo muy íntimo suyo. La manera cómo debió ser escogida cada palabra colocada allí, digo la manera de ser escogida porque cada una de ellas encierra un sentimiento muy profundo. Así que de ésa no tomo cita porque toda merece ser citada. Conocí, reí y lloré con ella. Pero se lee entre líneas el respeto inmenso y el orgullo sincero que tenía usted por su padre: “Allí íbamos Efigenio Castellanos Pérez y sus dos muchachos…”. Así mismo por su abuelo Rafael Castellanos Perdomo. Mis respetos hacia usted por tan bonita lección mi señor.

También la lectura de sus crónicas me hizo conocerle su gran amor por su madre: “La “Historia del periodismo trujillano en el siglo XIX (1957) resume el sabor con que amé a mi dulce madre, doña Evangelista Villegas de Castellanos, que celebraba con lágrimas en 1943, la aparición en Santa Ana de Trujillo del pequeño semanario LUZ, mimeografiado y bajo mi dirección de niño de doce años…” (Tomado de la crónica Doña Josefina Andrade de Delgado y mis últimas investigaciones). Tengo dos hijos varones uno de once años y uno de doce, y que grato sería que me recordaran como usted recuerda las lágrimas de su madre por su triunfo de niño de doce años. Cito también: “… con la colaboración de mi hermana Liria Lourdes Castellanos, es una simiente que impulsa la evocación para tanta bondad de mi progenitora, siempre presente aunque hace mas de treinta años que se marchó del mundo, pero la siento a cada instante por el beso en la frente y por las bendiciones”. (Misma crónica). “… es la presencia de la simpar grandeza de espíritu de la mujer de mi pueblo y de mis angustias, es la presencia virtual de la cercanía de mi madre que en este mes cumple veinte años de haberse ido a la eternidad y está viva, palpitante, esmerada, útil y hacendosa siempre a mi lado” (Tomado de: Mensaje para Gloria Fernández en mi pueblo). La madre mía también ha sido una mujer excelente, buena madre, buena abuela, buena maestra ya que esa es su profesión y ha estado a cada momento a mi lado.

Su libro, me hizo conocerle mi estimado señor el amor por sus amigos, por sus buenos recuerdos de la infancia, por ejemplo cuando habla del Gordo Pérez (Antonio Pérez Materan). Me mostró también parte de su alma al hablar de las matronas del pueblo (desconocidas para mi, pero no para mi padre) con tan bellas palabras: (…) “su mujer, doña Narcisana Villegas de Gudiño que era más de azúcar, de miel, de poema, de sinceridad, de cariño y de amor que de carne y hueso” (Tomado de la crónica: Doña Chana Villegas de Gudiño)

Le conocí esa noche su cariño por el Negro Gerardo, cariño que mi padre también sembró en nosotros desde pequeño y de quien tenemos un óleo en la casa materna donde él plasmó una procesión en Santa Ana. Tomo sus palabras: (…)“Pero el recuerdo se evidencia. (…) como acercándole a este pedazo de ilusión y de júbilo que es nuestro pueblo (mío también). Aquello y esto lo llevaré como evocaciones. Son recuerdos que me llenan el espíritu y el alma. Vivo de recuerdos en las palabras que me dicen, en los gestos como el tuyo y el de tus hijos. Recuerdos pequeñitos, pero inmensos. Valen más que todo un mundo donde emergen los elogios altisonantes, y las misivas remilgosas, y los cánticos amilbarados que otros me envían cada vez que estoy en lo que algunos denominan “las alturas del poder” (Tomado de: Mensaje para Gloria Fernández en mi pueblo).

Y en la misma crónica anterior consigo “tengo que pensar que está todo el pueblo, aún el que ni siquiera me reconoce como que apenas soy hijo de ésta tierra(…)” (yo Minerva, entre éstos que no le conocían).

Entonces permítame decirle que sus recuerdos también son míos. Y le sigo leyendo y veo que también Jubiote tiene significado para usted y para mi, ya que desde pequeña mi padre escribió su columna “Desde la árida montaña donde descansa Jubiote”, entonces crecí al tanto de que Jubiote el viento era amigo de papá. Me llené de satisfacciones cuando leí “bajo el palio feraz de este cielo, entre el susurro del viento del Jubiote (…)” (Tomado de misma crónica anterior) y (…) en la ventisca y en la furia de los ventarrones, en la casa sin voz del páramo de Jubiote (…)” (Tomado de la crónica: Marcelino Bravo de Laguna). (…) “ y por supuesto, la majestuosidad del Páramo de Jubiote, allí frente a Santa Ana de Trujillo como testigo de los caminos que han sido borrados por el tiempo y las ruinas imperceptibles de las construcciones que se levantaron hace ya cuatro siglos” (Tomado de: El historiador Carlos Andrade Villegas y un raro mapa colonial).

Y le sigo leyendo mi señor y me sigo alimentando de lo suyo, de su savia, de su ser: “El recuerdo es, a veces, una llama que incendia todos los recorridos por travesías sin fin; es también una gota de sangre que el corazón deja pasar al estado transparente de una lágrima, para disimular todo el dolor que angustia. El recuerdo es volver a ser niño, a calzar las alpargatas de vieja suela y capelladas multicolores, a buscar pececitos en los pozos de la sonora quebrada, a disimular el hambre en mitad del potrero donde no podíamos encontrar el becerro cada tarde de siempre. El recuerdo es un poco de la muerte y la vida” (Tomado de la crónica: Rafael Andrade). Gracias Don Rafael por enseñarme a valorar los recuerdos y a los amigos. Gracias por enseñarme que esos son los verdaderos tesoros que debemos guardar en el corazón.

También le conocí mi estimado señor, permítame así decirlo, su tristeza y nostalgia por el pueblo que dejó aquí enclavado entre estas montañas. Su añoranza por su tierra natal, su terruño. Esto se lo leí en la crónica “Rafael Andrade”. Me atrevo a asegurar, aunque no le conozco y esperando no faltarle el respeto con la idea que expresa mi lenguaje escrito, que usted dejó parte de su alma y su corazón en estas tierras. Le admiré lo siguiente: “Y pasaron los años. Él se quedó en su pueblo y en su trabajo humilde disfrutó las delicias de una vida con tregua, con rumbos y sin prisa, jinete de su mula capitana, soldado de su propio interés en laborar para vivir con alegría y con la frente en alto, campesina la voz, campesina la idea, campesina la paz. Todo a la vez para hacerlo señor de su propia cosecha de forjador de buen hogar y de una disciplina que no varió nunca. Yo en cambio me alejé de la tierra que el nacer me dio, de la patriecita que jamás he tenido lejos del corazón y de la sangre, y de la mirada y de la voz. He surcado muchos senderos y he saboreado la derrota y los triunfos, pero éstos me han recompensado todos y cada uno de los sacrificios. Quizás por ello no he estado tan cerca de quienes fueron mis mejores amigos en la primera edad, y entre ellos Rafael el de Ceferina, pero jamás he pasado una página de mi existencia sin pasearme por las calles del pueblo, por las rutas de los campos vecinos, con la fe puesta en que todo aquel que en el ayer lejano tuvo la intimidad de mi cariño, vive por siempre en mi alma y en mis sentimientos” (misma crónica anterior). Ese ayer lejano mi señor, cabalga día a día con nosotros, aún sin saberlo, nos acompaña en silencio. Sólo hay que estar con con la frente en alto, campesina la voz, campesina la idea y campesina la paz para escucharlo.

Por su libro y por mi insomnio le conocí. Y por su libro me conocí a mí misma en muchas de mis características y cualidades como ser humano. Nací en Chichiriviche estado Falcón, aunque tengo 33 años aquí en Trujillo, mi patria chica (la patriecita que jamás he tenido lejos del corazón y de la sangre, y de la mirada y de la voz) ya que fue la tierra que me abrigó, me alimentó mi alma y mi espíritu, tomé sus costumbres y toda su cultura, así que me atrevo a decir que soy trujillana aunque mi partida de nacimiento diga lo contrario (y aunque últimamente me topé con un concepto del Profesor Eduardo Zuleta que explica que trujillano es aquel que nace y trujillense, es aquel que vive aquí y toma toda la cultura y la hace parte de su ser social e individual sigo manifestando que soy trujillana porque quiero a ésta como mi tierra). Mi madre es de tierras falconianas, sus hermanos están en Coro (allá donde está su hija Thania Ivonne) y donde está la otra parte de la esencia que termina mi historia.

Estudié educación doce años después del tiempo que me tocaba, porque me case y fui madre de cuatro niños, y así como usted dice refiriéndose a Ceferina Andrade, (…) “solitaria tal vez sin que la soledad le persiguiese, pues era feliz con ser sencillamente la madre” (…), yo también fui feliz esos doce años siendo sencillamente esposa y madre. Pero un día sentí que me faltaba algo, que no podía exigirles a mis hijos que fuesen a la universidad por que yo no había ido y sencillamente fui, logré mi carrera en tres años y medio. Estudié en el Núcleo Universitario “Rafael Rangel” y me falta la tesis para graduarme de Licenciada en Historia y Geografía. Estudié historia porque me gustaba, la empecé a querer por que tengo una historia familiar muy rica.

En unos de mis semestres mi padre me regaló el tan valorado cuadro de pelos al que usted hace referencia en una de las crónicas de su libro. Una profesora periodista nos hizo escribir unas historias familiares. El día que tocó entregar el trabajo en borrador yo no lo había concluido, y lo entregue con muchas historias contadas por mi padre acerca de su pueblo natal y al final, coloqué la foto del cuadro de pelos y una hoja en blanco. Ella lo ojeó, lo leyó y no quedó complacida, me devolvió mi trabajo insistiendo en que “yo daba mas” y me preguntó sobre aquella hoja en blanco, yo le conté la historia y que no me había dado tiempo de escribirla y por eso la entregué en blanco. Quedó fascinada y me hizo desarrollar durante todo el semestre un árbol genealógico oral traído desde más o menos 1800. Visité con mi padre a sus familiares, comenzando con mi abuela y sus tías las Vale, los Flores, los Materano, los Canelón, los Cestary, los Capozzolli, los Tálamos y unos pocos Santanderes que quedan por allí y otros. Logre traer con esas memorias excelentes los nombres (y algunas fotos) de mis ancestros. Y sí…, más o menos tengo por el lado de mi padre mi genealogía completa, uniendo como troncos principales muchas familias trujillanas. Mi cuenca hidrográfica con todos los afluentes del río que me alimenta como me gusta llamarla (y con todas mis taras). Desde allí tuve el gusanito de éste tipo de investigación. Me gusta la historia regional (semillita sembrada en mí por mi profesora Diana Rengifo).

Pero debo decir mi señor, que nada me ha gustado tanto y me ha alimentado tanto el alma y el espíritu que leer las páginas de su libro tan cargadas de mi origen, tan escritas desde el corazón. Me comprendí mejor y descubrí datos que ni siquiera mi padre había notado en su momento. Por ejemplo, mi padre es periodista y no sabía que su tatarabuelo que era Ramón Santander y Benavides había dirigido un periódico en 1893, y que su “tía” Isabel Santander también había dirigido un periódico en los años de 1911, según datos tomados de su crónica “El periodismo en Santa Ana de Trujillo”. Entendí el lenguaje de mi abuela Crisanta hacia mí, en comentarios como “allá viene Isabelita con ese porte y esa soberbia y esa mirada altiva, pero con un inmenso corazón”; o “ay, Celia trajo el pan”, (refiriéndose a mí en el oficio de su tía Celia Santander).

Por éstas y otras razones, con éstas sencillas palabras, con el poco lenguaje escrito que domino, una hija que quiere mucho a su padre y al pueblo de sus orígenes y del suyo, una estudiante de Historia y celosa de su carrera, una madre de cuatro niños de los cuales la mayor cuenta con apenas catorce años, una esposa y una trujillana no de nacimiento pero si de esencia, le doy las gracias mi señor por haberme otorgado el mejor regalo que he recibido en lo que llevo de vida en una noche de insomnio.

No se imagina usted cuántas conversaciones ha generado entre mi padre y yo, su libro. Cuantos recuerdos no han traído sus palabras a la mente de mi padre, cuantas sonrisas, cuantas lágrimas, cuantas travesuras de niño allá en Santa Ana su pueblo… No se imagina usted cuantas incógnitas ha generado en mi alma y corazón la dulzura de sus escritos.

Por ésta razón, por leerle su humildad en sus escritos, quise hacerle estas palabras de agradecimiento. Generalmente uno lee y el autor se comunica con uno, pero nunca se tiene la dicha de comunicarse uno con el autor. Yo lo quise hacer, me nació el hacerlo y le conozco, le conozco por medio de su pluma y es para mí humildemente, un orgullo conocerle.

Ahora si me presento: mi nombre es Minerva Isabel, ahorita el doce de agosto cumplo 36 años. Llevo con mucho orgullo el apellido Materano por mi padre y mi padre lo lleva también con mucho orgullo por su madre. Y llevo el Romero por mi madre. Mi padre es Emiro Materano, oriundo de Santa Ana, hijo de Crisanta Materano, joven cuidada y criada por las hermanas Santander ya que era hija natural de Ramón Santander y de Marta Materano (de Monay), entonces aunque no llevo el Santander como adorno en mi apellido, lo llevo en mis venas. Y por mi padre tengo otra “rara” coincidencia, mi padre es hijo natural de Enrique Canelón, entonces yo, aunque no llevo el Canelón como adorno en el apellido, lo llevo también en las venas. Y aunque no llevamos los apellidos las familias si nos conocemos y nos hemos tratado como tales en lo que tengo de vida y de recuerdos. Fui muy favorecida ya que tuve muchos abuelos y muchas abuelas.

Soy la nueva depositaria de un cuadro de pelos o de “cabellos”, como usted lo denomina en su libro. Este fue heredado por mi padre hace bastante de mi “Tía” Ada Vale. Y aunque tampoco llevo el Vale como apellido, de este apellido tuve muchos adornos, un ramillete de “Tías”. Esa soy yo por parte de mi padre mi estimado señor. Un poquito de muchos apellidos, levantando con mucho orgullo uno sólo el MATERANO pero llena de la “esencia” de todos y así unido al de mi madre me hice un Materano Romero, pero esa es otra historia.

Dios le bendiga y le proteja siempre y estoy segura que las bendiciones de su madre y de su padre andan allí, vivitas a su lado siempre. Uno a ellas una mía.

Señor, usted me hizo, tomando sus palabras de alguna parte de su libro, “reencontrarme con mis santaneros del ayer y mi yo ahora”

Se despide de usted, su humilde lectora
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Minerva Materano.
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