octubre 06, 2009

LA NEGRA EULALIA

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Me acostumbré a pensar, a creer y a pregonar que La Negra Eulalia era un símbolo y es un símbolo. Después que se quedó sola con sus hijos y Petra, la única hembra, sin apoyo alguno del que hasta el momento de mi evocación era su compañero, se irguió en la lucha por la vida, pundonorosa, incrédula, arriesgada y de armas tomar sin violentarse mucho. Infundía respeto por sí sola, pues tenía una mirada profunda, severa y, a la vez, como que sus grandes ojos de carbón se sonreían con el auxilio de una benévola luz en las comisuras de sus labios ¿Lloraría alguna vez La Negra Eulalia?; ni siquiera cuando la abandonó el padre de sus retoños, don Baldomero Pérez, ese gran señor blanco, de cuidados bigotes y de liquiliqui azul casi siempre, pues también se vestía, a veces, de pantalones color tierra y blusa amarillenta, con aquella risa ingenua de niño grande, que le permitía tener amigos a granel, pero que también le servía para negarle el fiao al paisano que bien conocía como maluco.

Si en vez de La Negra Eulalia hubiese sido mi madre la afectada el día que en una troja de una casa pajiza en El Hato, la macaurel mordió en la pierna a Baldomero, el último de sus hijos, hubiesen abundado las lágrimas; mamá era tan sensible que el llanto se le tornaba en una vía de escape; pero La Negra Eulalia ni se inmutó, ceño fruncido y mirada para que nadie hiciese ruido alrededor de su casa, pues el padrino del afectado estaba curándolo para tratar de salvarle la vida al provocarle una herida para desangrarlo en parte y cuando el curandero, médico chamarrero y chamán salió al patio de la calle, ella sólo le dijo “compadre, se me salva o se me muere” y aquel “hay que esperar” pronunciado como en incógnita puso a llorar a muchos y a muchas, pero La Negra Eulalia le pasó la mano sobre el hombro a Efigenio Castellanos Pérez y le expresó: Sanará, compadre, el muchachito, usted es mucho médico pero yo esperaba que ella dijera si Dios quiere.

La Negra Eulalia le dio buena crianza a todos sus hijos y a Petra, la dama de la familia, y desde niños y niña los enseñó a trabajar, a ser buenos vecinos y que en la escuela cumplieran sus compromisos, pero también estimuló en ellos la serenidad, el valor y el saber correr riesgos para aprender la esencia de la vida. Un día cualquiera le llegaron a su pulpería los celadores de aguardiente y sin mediar mayor comunicación le allanaron el negocio, empero no encontraron nada anormal, pero el Jefe de los fiscales ordenó registrar toda la casa, en cuyo dormitorio, que era sólo uno para la familia entera, encontraron una garrafa de miche, de miche zanjonero, ilegal por supuesto, que ella le había guardado en la madrugada a un valleabajero de los lados de El Quebraón; trataron de humillarla y la amenazaron con peinillas y armas de fuego para que dijera el origen del contrabando y el nombre del contrabandista y ella, tranquila, paciente, serena, oía a los conculcadores sin un gesto de temor, sin una mueca de desconcierto, de pronto agarró el envase contentivo del licor, el cual los guardias habían colocado en la mesa de la sala, al lado del negocio, mientras levantaban “el expediente” y lo dejó caer al piso. ¡ay se me cayó! -dijo- perdonen; en tanto el oficial habló fuerte: planeenla y ella, impasible respondió a la orden dada: -Si me tocan siquiera no respondo por su vida, pero en ese momento entró al sitio el señor Oscar Terán, Jefe del Resguardo de Aguardiente y manifestó: un momento, amigos, el dueño del alijo se entregó en la Jefatura, a lo que La Negra Eulalia respondió: Qué dueño, ni qué dueño, ese miche era mío… era, señor, porque ya no es y por lo tanto ¿dónde está el cuerpo del delito?. Airosa salió del embrollo y al fabricante del referido aguardiente le expresó cuando fue a verlo a la Jefatura: te agradezco José tu afecto, pero por qué vas a decir que ese miche era tuyo, no seas zoquete. Y se fueron para Trujillo los celadores sin detenidos y sin garrafa de miche zanjonero. Me expresaba el Gordo Pérez, su hijo mayor, que cuando subió de la calle abajo a su casa, les dijo a todos que la esperaban llorosos: Las lágrimas guárdenlas para cuando sea necesario que ojalá y sea nunca. ¡Vaya coraje!

Por eso La Negra Eulalia recibió la noticia con inmensa frialdad cuando don Baldomero le hizo saber que por compromiso de matrimonio que le había hecho a la señorita Gumercinda Cortés Pérez -prima hermana de papá y prima segunda mía, por cierto- tenía que dejarla. ¡Qué golpe!, pero ni una lágrima, ni un suspiro, sólo una frase: Usted es soltero y ella también… sus hijos son míos y continuó con su rol de madre, ductora e incansable afanadora.

Ese caso afectó mucho en mi casa; papá ya sabía que eso iba a suceder, que su compadre Baldomero estaba perdidamente enamorado de la dama en mención y andaba molestísimo y un domingo, dos o tres de la tarde, estábamos en la esquina de la casa matando mariposas, que llegaban por cientos, amarillas las más, y llegó el casadero, le avisamos a mamá, ella salió y lo mandó a pasar adelante, que se sentara, fué al cuarto y habló con papá: Efigenio -le dijo- si nó sales a atender al compadre qué ejemplo le das a los muchachitos y eso fué suficiente; don Baldomero tartamudeó unos instantes, pero se aplomó y le “hizo la participación de su matrimonio” a la pareja, invitándola para “dentro de un mes”. En media hora papá no abrió la boca, mamá charló lo que pudo con “el compadre Baldomero” y éste resolvió marcharse; papá se quedó en silencio y mamá dijo: Efigenio no seas tan malcriado ¡qué ejemplo a los muchachitos! Al rato papá soltó unas palabras: “Ese hombre se murió para mí” y lo dijo en serio. Yo fuí consecuente con don Baldomero y lo visité muchas veces en su hogar de Monay y en algunas oportunidades lo cité en mis charlas con papá, pero éste me cambiaba la conversación inmediatamente y si acaso en una oportunidad acertó a decir como de refilón: Palo de mujer fué la comadre Eulalia, mire a los hijos que todos son un modelo y aunque él los quería a todos y muy en especial al Gordo Pérez, sentía devoción por Ramón, porque éste cuando don Baldomero los reconoció no aceptó el apellido paterno y sencillamente se hace mencionar y así figura en los registros respectivos como Ramón Materán.
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Rafael Ramón Castellanos
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Del libro inédito Veinte años apenas en mi pueblo 1931-1951, por Rafael Ramón Castellanos.
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