octubre 16, 2009

EL AMULETO DE JOSÉ GREGORIO

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Que el General José Gregorio Monagas desde joven llevaba colgado a su pecho, muy oculto y tal como lo recibiera, un amuleto que lo favoreció en todos los embates por la dignidad, no hay por qué dudarlo. Mayores testimonios no hemos logrado, pues estos sólo se hacen sentir en la leyenda y ello ya es suficiente para entendernos, pues, ésta, la leyenda, es la poesía de la historia, según Hegel.

Vieja estirpe de abanderados por la libertad, los Monagas han sido en nuestra historia un ejemplo de recio espíritu, en donde el sentido común propio se asoció con el sentido común comunitario y social.

Pocos sabíamos de ese amuleto referido apenas en la tradición oral, sin mayor apoyo documental. Es un símbolo de la prosperidad entre los indígenas cumanagotos, con el aditivo escénico que el tiempo le daría en el proceso de la transculturación al venirse sobre el costeño Mar Caribe todo el emporio mágico-religioso de la africanidad.

Indio y negra, negro e india, se apareaban para incorporarse a esa mezcla étnica sin comparaciones posibles que conforma América y en le revoltillo las costumbres de una y otra razas se mancomunaron y, blancos, mestizos y pardos, pasaron también a integrar el barro de una génesis: el americano, que, moldeándolo mentalmente, tiene de todas las sangres del universo. Y su color es el de un germen telúrico: América. Idealicemos pues a un antepasado de tres siglos de edad, renovado constante-mente y que no es otro que el americano, la pura cepa criolla macerada -o mejor pigmentada- con todos los factores intrínsecos que, sin lugar, han dado origen a la formación del pueblo venezolano.

Los Monagas no fueron esclavos; hubo esclavos indios, esclavos negros, esclavos blancos, esclavos criollos del color subjuntivo y virtual que le queramos dar, esclavos todos; los Monagas, como la mayoría de las familias antiguas, fueron esclavistas. El amuleto del general José Gregorio Monagas, fue un morrogallo si nos remitimos a la subyacencia de la leyenda que solamente hace pocos años anda por América estampada en no más de tres cuartillas.

Allá por 1784 los vecinos del hato, como siempre en casos semejantes, estaban pendientes del próximo alumbramiento de doña María Perfecta Burgos Villasana, esposa de don Francisco José Monagas Hernández.

Ya eran padres de varios niños, pero ahora sospechaban de la venida de otro varón. Todo discurría cotidianamente hasta el momento en el cual a la dama le aparecieron los síntomas del parto. Comadronas y ayudantes estuvieron prestas a la solución, más en día y medio de esfuerzos sin resultados favorables se maduró la idea de llevarla a otro lugar porque el muchacho no brotaba, pese a los interminables dolores de la parturienta. Y en la madrugada partieron confiados en que todo saldría bien.

El amuleto de José Gregorio tenía tradición; aquel misterioso talismán era la historia de la aureola que envolvió allá en los inicios de la penetración española el cuerpo y el alma de los caciques heroicos Yoraco y Cayaurima. La madre no se despojaba de él en ningún momento y aunque podría haberlo heredad en beneficio el vástago nacido el 28 de octubre de 1784, de nombre José Tadeo, no fue así. Le correspondió a José Gregorio quien estaba inspirado en ese misterioso envoltorio que guardaba la progenitora y que él lo recibió.

Ante el enemigo podría transformar al hombre indigente en león, en riachuelo, en árbol y las huestes podían pasar a su lado enfurecidas porque el portador de él se desaparecía ante la mirada atónica de sus perseguidores; si era necesario enfrentar a las legiones las enfrentaba y las balas o güaimaros de los arcabuces no llegaban a tocarlo y si en alguna hazaña lo acorralaban los perros pasaban a su lado y no los veían, todo lo cual desorientaba al contrario. La sierpe desmontaba ante él su posición de ataque y mordida, y al poseerlo se desviaban los lanzazos de los cruzados, y los perros huían de su lado mientras a otros atacaban y herían, los felinos lo esquivaban, los ríos y las quebradas se amansaban cuando él tenia necesidad de que ello sucediese; el huracán torcía el rumbo para no llegarle; el sol demoledor no lo abrazaba, los rayos, centellas y relámpagos, se volvían mariposas cuando se estrellaban en la dirección donde él se encontraba; en la tupida selva le abría caminos y le brindaba luces; los demonios se volvían ciegos y no atinaban a atravesársele.

Veamos los sucesos: la señora Monagas sufre. El carromato avanza desde la casona del hato buscando el sendero hacia Maturín. ¡Ah la angustia! Han crecido mucho las aguas del río Amana, arreos detenidos, peonada sin ejercicios, la punta de ganado inquieta. El caudal aumentando y el viejo veterano, negro formidable a pesar de los largos años vividos, va y viene dándole ánimo a la gente. ¡A media noche tal vez habrá paso y apenas son las once de la mañana!

La esposa de don Francisco José Monagas Hernández aparenta tranquilidad, pero los dolores son terribles y la negación del parto la abisma, la abruma, la inquieta. En un momento de angustia oye cómo braman las aguas desbordadas del río y ora acercándose al Supremo Hacedor implorante.

El negro, valeroso en atravesar aquel caudal mira y piensa mientras camina entre la vacada, los arreos y el carromato al cual se acerca y con la venia del patrón y sus acólitos, le ofrece a la doña un amuleto que descuelga de su sudado pecho. ¡La sacará con bien ya mi señora! Y se perdió entre la llovizna y el ronquido feroz de las aguas revueltas que se comen el cauce madre para hincharse aún más.

De pronto un grito acalló hasta el crecer de la hierba. Un niño había nacido en aquel incómodo pero confortable medio de transporte. El auriga soltó una risa elástica que tranquilizo la llanura. ¡Dios lo ampare! Se llamará José Tadeo Monagas Burgos. El poder divino iluminó el camino y la doña padeció esos instantes de parturienta con aquel pequeño enigma que colocara en sus manos el negro vadeador del río Amana. Era el día 28 de octubre de 1784, hato Tamarindo, orilla derecha del maravilloso cordón de agua dulce.

Once años después nacería José Gregorio Monagas el 4 de mayo de 1795, es decir aparecería en este universo el hombre que se interesó tanto y obtuvo el favor de tomar para si el amuleto del negro. Se dice que la madre le contaba a los muchachos ese afortunado instante en que el vadeador del río Amana la sacó con bien en el alumbramiento. ¡Ah, los negros no pueden seguir siendo esclavos! y no es de dudar que una oración haya brotado de aquellos labios maternales “la libertad de vivir me la deparó ese negro y la libertad de él, de sus hijos o de sus nietos ojalá estuviera en las manos y en alma de unos de ustedes, mis hijos”. José Gregorio nacería pues bajo la protección del amuleto el morrogallo en la casona del hato Cañafistola, sitio El Roble, si, El Roble, El Roble Monaguero para identifarnos con los datos de familia “única fuente fidedigna de probanza, según la filosofía de la historia a falta de la partida de bautismo” tal como lo escribiera en 1945 el cronista Luis Arreaza Matute; el amuleto no fue otro que el morrogallo o un mensajero del bien en la tradición mágico-religiosa, que desde hace poco tiempo, en tamaño heroico, visible a todas las inquietudes y a todos los desvelos, como un monumento a la identidad nacional, se puede contemplar cinco kilómetros antes de llegar a la ciudad de Clarines, vía Caracas-Barcelona, en la margen izquierda, y es, como los dijes, insignias y prendedores, que encontramos en cualquier lugar de Venezuela, Colombia y Ecuador, un homenaje del químico e investigador Rafael Salazar a la bondad de la historia menuda que con el pasar de los días se vuelve historia nacional.
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Caracas, mayo 2004
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Rafael Ramón Castellanos
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy lindo todo de verdad, lo unico malo de el personaje Rafael Ramon Castellanos es la mala calidad de persona de jefe.